A las dos semanas, me dieron el alta médica. Al parecer no
veían ningún motivo para que me tuviera que quedar ningún día más. En mi
historial (un montón de papeles llenos de garabatos incomprensibles) se incluyó
que había sufrido un esguince cervical y quemaduras leves de segundo grado,
aunque a mí sólo me sonaban a tecnicismos y eufemismos propios de la jerga. Aún
sentía palpitar mi piel debajo de los vendajes, pero el tiempo curaría ese
problema. El lado bueno lo ponía el poder librarme del collarín, con lo cual
podía volver a mirar en derredor y fijarme en detalles hasta ese momento
invisibles: los fluorescentes y su luz dañina, los rostros ojerosos de los
trabajadores, una telaraña en la esquina del techo o el cuadro pintado con
acuarelas situado encima de mi cabeza.
Una señora de
sonrisa bobalicona y sin pinta de tener muchas luces empujaba la silla de
ruedas en la cual estaba sentada. Atrás íbamos dejando pasillos de paredes
amarillo huevo, en un intento fallido de transmitir alegría, y muchas puertas.
Para ser un hospital, no había demasiado ajetreo. De hecho, apenas nos cruzamos
con unos pocos empleados y otros tantos pacientes. Para mi desgracia (y
carcajada del destino) la señora bobalicona era dada a parlotear sin parar. En
todo el trayecto, no cerró su bocaza ni dejó de sonreír, lo que me irritó por
considerarlo poco adecuado para el ambiente gris de un hospital. Al llegar a la
puerta de entrada me despedí de ella con un seco adiós y salí al exterior.
Aspiré el aire como si fuera la primera vez que lo respiraba. Hacía frío,
demasiado para el chándal gris que me había proporcionado el hospital; ya que de
mi vestido sólo quedaba tela chamuscada y destrozada. En cuanto a mis zapatos,
no habían podido salvarlos del siniestro, así que ahora llevaba puestas unas
deportivas desgastadas y medio rotas, ofrecidas por una enfermera a cuya hija
le habían quedado pequeñas. Agradecérselo era mentirme a mí misma y a ella,
pero era mejor que ir descalza. Me dirigí hacia la derecha donde se extendía el
aparcamiento del hospital. Según la bobalicona, alguien había intercedido por
mí debido a mi condición de menor de edad; sin embargo, no había podido
averiguar su nombre. Aun así, tenía la esperanza de que al menos se hubiera
acordado de venir a recogerme tras el alta médica y no se hubiera olvidado de
mí después de firmar los papeles.
Así que allí estaba yo, plantada en la acera del
aparcamiento como una columna más de las que había a mi alrededor. A mi
espalda, la puerta de urgencias y frente a mí, algunos coches mal aparcados. El
cielo estaba encapotado y amenazaba tormenta. Odiaba tener que quedarme parada,
pero no por el frío, pues enfriaba mi piel dolorida, sino porque la lluvia
caería de un momento a otro y no tenía ningún sitio a donde ir. De repente, una
limusina irrumpió en el aparcamiento y
se paró a mi altura. Me acerqué dispuesta a saber quién era mi “tutor”. El
cristal de la ventanilla de la parte trasera bajó y retrocedí de un salto todo
lo andado.
- Cuánto tiempo, hija mía. – Mi padre me miraba desde el
cristal con sus ojos inquisidores. Como otras veces sabía que estaba enfadado,
pero no por su rostro, sino por sus ojos marrones y sus pupilas dilatadas. El
miedo me paralizó y a punto estuve de caerme. – Sólo vengo para advertirte que
si vuelves a la mansión, no me hago responsable de lo que te pueda pasar. ¿Lo
entiendes, niña?
- Sí. – dije acompañándolo de un asentimiento de mi cabeza.
La limusina aceleró y salió del aparcamiento tan rápido
como había aparecido, mientras el cristal iba ocultando el rostro de mi padre.
Suspiré y me dejé caer apoyando la espalda contra una de las columnas.
Comprendí que hasta ese instante había tenido la esperanza de que mi padre no
se hubiera enterado de mi accidente o de nuestros planes. Me había equivocado.
Tal vez, lo hubiera sabido desde el principio y la fechas no había coincidido
por pura casualidad, sino por estrategia. Me abracé las piernas para huir del
frío. No tenía dónde ir ni dónde dormir. Ahora estaba sola de verdad e Isabel
no podría venir a ayudarme. Nunca más podría.
Algo despertó en mí. Llamadlo instinto de supervivencia,
egoísmo o desesperación; pero comencé a andar. Avancé por el arcén de la
carretera esperando encontrar la solución, aunque en el fondo sabía que mis
opciones eran pocas, si no, ninguna. Tan sólo había un lugar, a parte de la
mansión, el cual yo conociera: Delois. La ciudad se encontraba lejos del
hospital si uno iba andando en vez de en coche. Nunca lo había hecho hasta
entonces, pero habría incluso cogido un autobús si hubiera tenido dinero. Pero
no lo tenía. De hecho, no tenía nada. Continué caminando lo que me pareció ser
varios kilómetros. Las nubes se volvían cada vez más negras sobre mi cabeza y
sabía que no tardarían en descargar su furia de un momento a otro. El viento
seguía azotándome con fuerza, lo mismo que los coches. Hacía mucho que había
dejado de ver el edificio blanco del hospital tras mis pasos, dejándolo oculto
entre la vegetación de la sierra. A ratos me internaba en el bosque para
alejarme del ruido del tráfico, pero volvía para poder guiarme con más
facilidad.
De pronto oí a mis espaldas cómo un coche frenaba. Se había
parado a pocos metros de mí. Me giré con la intención de descubrir la causa y
me encontré con un hombre vestido con un abrigo de cuero y pantalones de
vestir. Sin embargo, no miraba una posible avería de su coche (que dicho sea de
paso, y sin ser ninguna experta, debía ser carísimo), ni tampoco hablaba por el
teléfono; me miraba a mí.
- Te veo un poco perdida. – Su
voz era grave y cálida, confortable. A pesar de ello, me alejé un pasó de él y
me dispuse a seguir mi camino, dejándole atrás. - ¡Eh! Espera. – oí decirle a
mi espalda. Se estaba acercando.
No
lo pensé, el instinto lo hizo por mí. Eché a correr.
que mal padre! ¿¡como puede dejar a su hija así!?
ResponderEliminaruf, quiero saber que va a pasar subí pronto el proximo capitulo que me muero de curiosidad.
un besote grande, Lucia
Es todo lo contrario a un padre modelo, verdad?
EliminarNo sé cuándo estará exactamente, pero no quiero haceros esperar mucho ;) Un beso
En serio? Tenias que terminar ahí? Ya tengo la solución, la encuentra Alan. Se llamaba Alan no? Bueno, el mayordomo guapo la encuentra y se la lleva a casa y viven una historia de amor y se casan y tienen hijos y planean la venganza contra su padre y heredan la mansión y viene la tita Karen a visitarles y son felices y comen perdices.
ResponderEliminarSe llamaba Alan, sí, aunque con mayordomo guapo también nos aclaramos jaja Es un buen plan. Me lo apunto ;)
EliminarUn beso Queen A ^^
Vale:
ResponderEliminarPunto 1: Odio con todas mis fuerzas a su padreeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!
Punto 2:Era necesario que acabara justo ahí? eh?
Punto 3: Que la rescate Alaaaaaaaaaaaaaan, y se vayan a viviiir al bosqueee!!! Y se den muchos,muuuchos besos!!^^
Me ha encantadoooo!!
Besoss
Punto 1: el sentimiento es mutuo
EliminarPunto 2: Sí, era necesario porque aún ten
Punto 3: Alan llegará de un momento a otro porque recuerda que te lo prometí ;) Paciencia, paciencia
Muchas gracias cereza ^^ Besos
Se cortó :P Lo que decía era que aún tengo que escribir el siguiente y espero que sea un poco más largo que los anteriores ;)
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