Si pensaba que me libraría de tener que bajar al comedor
debido a mi maltrecho cuerpo, estaba muy equivocada. La única consideración que
recibí fueron: un vestido lo suficientemente largo como para tapar los
cardenales y la desaparición de los lazos en ellos. No me había puesto el
colgante por miedo a que mi padre lo reconociera; sin embargo, lo mantenía
guardado bajo llave en una caja de madera en el fondo de mi armario. Había
descubierto dicha caja sobre mi escritorio al día siguiente de mi caída, con
una nota adjunta:
Este es mi último
regalo. Puede guardar en ella lo que considere más valioso para usted.
Perteneció a su madre y ahora, le pertenece a usted. Cuídese,
Samanta
Siguiendo su consejo, guardé en ella aquello que tenía para
mí más valor, cosas como una flor o el pen-drive que anteriormente estaba
custodiado por mi ropa interior. Muchas noches, sacaba el colgante de su sitio
para tenerlo entre mis manos y sentir que una parte de mí seguía siendo libre.
Lo adoraba más si cabe por ser un regalo de Samanta, uno de los últimos al menos si contábamos la hermosa cajita.
Tras mi accidente, el ambiente en la mansión y, en general, todo lo relacionado conmigo, cambió. Mis escoltas no se limitaban a esperarme
en el primer piso, sino que me recogían en mi puerta. Pero su compañía
indeseada no era el único cambio, más clases y la prohibición de andar por el
jardín por miedo a mi tendencia a hacerme daño sin quererlo, formaban parte de
una lista más larga. Eran normas absurdas a las que nadie hacía caso, salvo mi
padre. Después de discutir con él y conseguir otra lesión más en mi cuerpo,
intenté cumplir algunas de ellas, sobre todo cuando había alguien delante (lo que sucedía la mayor parte de las veces). Sin
embargo, con los días pude comprobar que eran pocos los sirvientes dispuestos a
informarle de mis errores. No comprendía por qué me guardaban las espaldas,
pero el caso es que lo hacían. Aun así,
su continuo trabajo en mi habitación conseguía que recibieran más de un grito
por mi parte, cada vez con más frecuencia. Cada día que pasaba, estaba más
irritada debido a las nuevas normas y mi encarcelamiento y lo pagaba con los
criados. Más de una vez tuvieron que cambiar las almohadas porque las había
destrozado en un ataque de furia. También me costaba mucho más de lo normal
controlar mi lengua durante las comidas. Por el momento, me limitaba a mirarles fijamente con
el ceño fruncido y los labios apretados hasta formar una sola línea. A su vez,
mi padre me reprendía por mis modales, pero sin graves consecuencias, pues a
excepción de mis ojos, solía quedarme calladita y sin darle mayores problemas.
Me sentía como un
animal enjaulado que fuera a morder a alguien en cualquier momento, tanto era
así que todos mantenían una especie de distancia de seguridad. Aunque, como en todas las
reglas, había una excepción: Isabel, la única persona que conseguía mantenerme
calmada y aguantar aquel tormento. La veía todos lo días. A veces, solo formaba
parte del equipo de limpieza y otras, me visitaba para preguntarme cómo me
había ido el día. Era una persona muy agradable a la que fui cogiendo cariño
sin darme cuenta. Es cierto que no podía evitar enfadarme con ella a veces,
pero el distanciamiento no duraba mucho y volvíamos a nuestras conversaciones
matutinas. Me gustaba su carácter y su capacidad para saber cuándo se debe
hablar y cuándo un silencio es lo más conveniente. Creo que fue una especie de
sustituta a mi niñera Samanta porque, aunque seguía añorándola, pensaba en ella
con menos frecuencia. De ella aprendí mucho sobre la naturaleza y las
propiedades de las plantas. A veces empezaba a hablar de las flores, los
árboles y sus propiedades como si fueran algo de vital importancia en el
aprendizaje de cualquier persona. Me extrañaba verla trabajando como criada y
no como jardinera. Pero la mayor parte del tiempo, se limitaba a escucharme. Me
sorprendí a mí mima contándole cómo me solía escapar a mi lugar en el bosque o
mi impotencia al no saber resolver los problemas planteados por mi profesor. Al
saber esto último, se ofreció para ayudarme con los deberes y yo acepté por
pura desesperación. Gracias a ella y a su infinita paciencia lograba sorprender
a mi maestro con mis rápidos avances en el revoltijo de letras y números. En definitiva, Isabel conseguía hacerme
sentir un poco menos desgraciada y sola.
Una tarde de lluvia, dentro de una semana de tormentas
continuas, estaba yo charlando con mis amigas a través del Messenger. Había
recuperado mi ordenador después de haber estado sin él un par de días, castigo
por suspender un examen sorpresa de ciencias. La verdad sea dicha no estaba
siendo una conversación interesante como lo eran antes. Ninguna parecía
dispuesta a hablar y, si lo hacía, tardaba varios minutos en recibir respuesta.
Solo comentábamos cosas sin importancia y Luz se había ido con la excusa de
estudiar. Lo hacía bastante a menudo desde hacía ya varias semanas, pero no era
la única.
Por eso me alegré cuando alguien llamó a la puerta. No
esperaba a nadie, pero era bienvenido si me sacaba del aburrimiento. Cambié de
opinión al ver quién era.
- Buenas tardes, señorita.
Se trataba de un mayordomo que formaba parte de mi escolta.
Tuve la tentación de cerrarle la puerta en las narices, pero en cambio dije:
- ¿Qué quieres? – A pesar de mi notable enfado, no
retrocedió como habría hecho cualquiera, tan acostumbrado estaba a no recibir
precisamente muestras de cariño por mi parte.
- El señor Harris me envía esta nota para que se la
entregue a su padre. – Me ofreció un sobre pequeño al que no hice ni caso.
- ¿Y por qué no se lo das tú? No soy la única que sabe
dónde está su despacho.
- Cierto, señorita. Pero el señor Harris ha insistido en
que fuera usted.
- Pues dile al señor Harris que no soy una estúpida paloma
mensajera. ¡Y ahora, lárgate y déjame en paz!
- Por favor, señorita. Yo sólo recibo instrucciones del
señor. – dijo antes de que le despidiera con un portazo.
- Pero yo no tengo por qué cumplir sus órdenes. – contesté
ya desde el interior de mi habitación.
- Por favor, Sheila.
Vi cómo pasaba el sobre por debajo de la puerta y luego, se
marchó. ¿Me había llamado “Sheila”? Por un momento aquel mayordomo estirado se
había olvidado de las fórmulas de cortesía. Y me gustaba. Recogí el sobre del
suelo y me dispuse a llevarlo a su destinatario mientras me prometía a mí misma
que era mi último encargo como mensajera.
Yo soy ella y me suicido!! Cómo puede vivir así... Esta claro que la riqueza no da la felicidad... Menos mal que está Isabel:) Una sorpresa?? Me encantan las sorpresas!! Espero que sea buenaa y... que tendrá ese sobre? Y ese misterioso Harris... cada vez me gusta más jajaja Me ha encantado el capítulo espero impaciente el de mañanaa!!
ResponderEliminarMuchas gracias cereza ^^ Sí está claro que el dinero no lo es todo en esta vida, aunque ayude a veces jaja. No todas tus preguntas tienen respuesta, pero he ahí lo misterioso de esta historia ;) (al menos yo lo veo así) Hasta mañanita !!
EliminarDespués de estar desaparecida por fallos con la conexión a internet de mi ordenador, he vuelto para leerme tus capítulos!! xd parece que Sheila ha tenido muchos problemas desde el ultimo capítulo que leí. Le has pecho pasar un infierno! Por lo menos tiene a Isabel después de lo de Samantha pero tiene que aparecer ya alguien que alegre la vida a la pobre!!! Estoy impaciente por la sorpresa! He sido la que mas ha escrito! Solo quería decir que siento no haber puesto la url en mi comentario de afiliados, es que no se donde tenía la cabeza pero por lo menos la
ResponderEliminarEncontraste xd
Bienvenida de nuevo Laura ^^ Sí la verdad es que no han sido unos días fáciles para Sheila :( Y no te preocupes por lo de la URL que todos tenemos derecho a despistarnos un poquito :P (a mí me pasa mucho) XD
EliminarMe encanta aunque la pobre no tiene un golpe de suerte... Igual tendría que buscar el trébol de cuatro hojas!
ResponderEliminarBesos, Rea^^
Hola Rea! ^^ Pues sí que lo necesitaría ¿pero a quién no le vendría bien uno? ;)
EliminarBesos