domingo, 12 de agosto de 2012

Capítulo 22 (parte 2)

Cierro este capítulo de los dos patitos, con detalles importantes. Lo primero es que Sheila y Karen tienen una conversación pendiente. ¿Qué pasará? ¿Qué pasará? ;) Lo segundo es que va a salir el nombre del personaje que eligió el ganador del primer y único concurso (de momento) de este blog. Mañana más!! ;)






- No te esperaba. - dijo con total tranquilidad Karen.

No la contesté, absorta como estaba en la decoración de la estancia. Las paredes eran de color verde apagado con una celosía marrón en el medio y un zócalo de madera tallada en la parte inferior. Es cierto que era más pequeña que la mía, pero logró sorprenderme igualmente. La cama con multitud de cojines, el hermoso tocador blanco, las estanterías repletas de libros y los cuadros de las paredes, todo formaba un conjunto magnífico entre lo acogedor y lo lujoso. En cierta manera, podía recordar al bosque, aunque ni de lejos se acercaba a la realidad de mi refugio. Tampoco tenía una salida al exterior, como lo era mi terraza, ni siquiera tenía ventanas. La única luz provenía de una sencilla lámpara de techo.

- Es una mierda, lo sé. – dijo Karen sacándome de mis observaciones. ¿Por qué se quejaba si la había elegido ella? Todo huésped se encarga de pedir una habitación en concreto, entonces, ¿por qué escogió una “mierda” de habitación? – Y ahora, Sheila, ¿me puedes decir qué estás haciendo aquí?

- Tenemos que hablar. – Me puse seria de repente al acordarme del motivo de aquel encuentro. Antes de seguir, me tomé un momento para acomodarme en un sillón de piel negra y calmarme lo suficiente como para enfrentarme a Karen con la cabeza fría. Solo llegué a templarme un poco, pero comprendí que esa debía ser mi mayor aspiración. – Verás, me ha pasado algo curioso. He visitado al médico.

- ¿Te has vuelto a caer? Mira que aún quedan unos días para la de verdad.

- ¡Qué graciosa eres Karen! – dije con exagerado sarcasmo. – Pues no. No me he caído, pero el médico me ha contado que se ha “encontrado” una especie de sueldo extra por ahí. ¿Sabes algo?

               No parecía sorprendida en absoluto, al parecer pocas cosas la sorprendían. La sonrisa no desapareció de sus labios en ningún momento. Se acercó a mí y tomó asiento en el otro sillón, siempre con la cabeza bien alta y una mirada dulce en sus ojos de hielo. Hasta sin decir nada me sacaba de quicio. ¿Cómo podía estar tan tranquila?

               - Supongo que ha tenido suerte.

               - ¿Me estás diciendo que no tienes nada que ver con eso?

               - ¿Quién sabe? – Su actitud de misterio fue la gota que colmó el vaso. Me fue casi imposible no levantarme para empezar a zarandearla hasta obligarla a darme su confirmación. Sin embargo, lo conseguí y me contenté con morderme la lengua mientras mantenía mis puños firmemente cerrados en cada reposabrazos.

               - Déjalo, Karen, porque él te recuerda. Fuiste tú quien le dio ese dinero para que no rechazara el favor. Fuiste tú quien le sobornó. – Seguía muy enfadada con ella por actuar a nuestras espaldas, la rabia cegaba lo demás como si fuera un tupido velo; con todo, la verdad es que no me sentía nada bien. En el fondo, estar sentada en ese sillón mientras le reprochaba lo pasado, me dolía. Intenté apartar esos pensamientos para concentrarme en lo que iba a decir, no podía distraerme con sentimientos extraños. – Y ahora, dime por qué.

               - ¿De verdad le crees? Puede haberte mentido. – Como esperaba, no pensaba rendirse.

               -Le creo. Si no, ¿por qué ha confesado aceptar un soborno?, ¿por qué estaba tan nervioso?, ¿cómo sabía que había algo previsto para ese día? Yo te lo diré, porque fuiste tú, Karen, quien se presentó en su despacho y le sobornó para que trabajara a nuestro favor. – Karen seguía sin inmutarse ante mi acusación, lo que provocó que agarrara con más fuerza si cabe la piel del reposabrazos. - ¿Me vas a decir que no es cierto?

               - No. Es cierto, le di un pequeño regalo. – admitió tras soltar una de sus risillas. – ¿Y qué? ¿Acaso tiene tanta importancia?

               - ¡Claro que la tiene! – exclamé levantándome del sillón. – Somos socias, pero a diferencia de ti, el soborno y el chantaje no entra en mi lista de cosas que estoy dispuesta a hacer.

               - Por eso mismo lo hice. – Fruncí el ceño sin ni siquiera darme cuenta. No entendía lo que me quería decir con eso. Para mí, seguía sin estar justificado, pero para ella era lo más normal del mundo. ¿Qué más cosas serían “normales” para Karen? La idea de ser socias se me volvió a antojar como una mala decisión. – Si tú no haces lo necesario para que esto salga bien, me tendré que encargar de hacerlo por ti.

               - Ni tienes por qué hacerlo. Isabel y yo podríamos haberle convencido sin recurrir a tus métodos.

               - Lo dudo mucho.

               Me levanté del sillón y caminé a paso rápido hasta la puerta, dispuesta a dejar atrás la hermosa habitación y a su ocupante. Salí de allí dando un gran portazo y me deslicé hasta mi habitación, donde, sorprendentemente, no había nadie. Eran las siete de la tarde, aún quedaba tiempo hasta la hora de la cena, tiempo para no hacer nada. Sin dudarlo, me fui a mi terraza y me tumbé en el diván. No hacía demasiado calor, incluso soplaba un poco de viento. Las condiciones perfectas para esperar… ¿pero el qué? “Una disculpa”, susurré, contestando a mi propia pregunta. Karen debía darse cuenta de que ya no trabajaba sola. Ahora éramos una especie de equipo y sus actos tenían consecuencias en mí, aunque, probablemente, no le importase mucho. A mí misma no me hubiera importado.

Empecé a dar vueltas en el diván buscando la mejor forma de encontrarme cómoda. Seguía dándole vueltas a ese sentimiento que me había asaltado mientras hablaba con Karen. ¿Por qué no me sentía bien si tenía a Karen contra las cuerdas? Tampoco me sentía ya enfadada, más bien… ¿decepcionada?

               Isabel entró a mi habitación sin llamar, algo muy poco propio de ella. Oí cómo se acercaba a mi posición, pero desvié enseguida la vista y le di la espalda. Necesitaba estar sola, pensar. Después escuché el arrastrar de una silla que se colocó al otro lado de la terraza, lo suficientemente lejos de mí como para no sentirme agobiada por su presencia. Isabel había llegado a conocerme muy bien en muy poco tiempo, aunque tuve la impresión de que yo no la conocía tan bien como creía. En realidad, no conocía a nadie. La soledad, al verse libre y sin la compañía de la rabia cegadora, se abalanzó sobre mí como un depredador lo hace sobre su presa. Siempre había estado ahí agazapada, amenazante, preparada para saltar en cualquier momento. Me encogí sobre mí misma, hasta hacerme lo más pequeña posible. Mi rostro ya estaba mojado cuando me di cuenta de que había empezado a llorar. Sollozaba como una niña pequeña y la verdad es que me sentía igual de insignificante. No podía hacer nada sin meter la pata, caerme y recibir después una mano amiga. Isabel hizo el amago de acercarse, pero yo la rechacé a gritos.

Al final, cuando mis pulmones y mi espalda estaban bastante doloridos, Isabel me convenció para levantarme y arreglarme para la cena. Yolanda se pasó para ayudarnos. Me peinaron, maquillaron y vistieron en un profundo silencio, haciéndome sentir como una muñeca sin voluntad. Apenas tenía algún pensamiento lúcido y me sentía terriblemente cansada. Los ojos se me cerraban solos y tenía que hacer un tremendo esfuerzo para mantenerlos abiertos. Mis pies casi no se despegaban del suelo y uno de los mayordomos, el que se había despedido de mí en la comida, me guiaba cogiéndome del brazo. Ya sentada en la cena, todos evitaron hablarme al comprobar que no contestaba a ninguna de sus preguntas. Comí bastante poco, más bien mareé la comida de mi plato al mismo tiempo que el resto del mundo se convertía en un continuo ruido sin sentido. Esperé a que todos se retiraran para llamar a alguien que me ayudara y se presentó el mismo mayordomo. Este me recogió antes de caer al suelo y me llevó en volandas hasta mi habitación, donde me dejó recostada sobre la cama. Antes de marcharse de mi lado, le dije:
- Espera - El mayordomo se dio la vuelta y se acercó a mí. Sus ojos parecían resplandecer en la oscuridad de mi cuarto. - ¿Cómo te llamas?
- Alan Wilson.
- Buenas noches, Alan.
- Buenas noches, Sheila. - Y como pasara antes de la comida, desapareció de mi vista y perduró en mi memoria. 
Pocos minutos después, caí en un sueño intranquilo, plagado de pesadillas y miedos.

8 comentarios:

  1. Cuando la soledad se cierne sobre ti... no hay escapatoria. Entiendo perfectamente a Sheila, y la verdad es que es horrible su vida! Pero por lo menos, ya va conociendo al chico y asi se sentira menos sola,con suerte! Has escrito muy bien el capitulo :)

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    1. No habría podido decirlo mejor Laura. Muchas gracias ^^

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  2. Alan... Oh Alan... Ya tengo nuevo nombre preferido.

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    1. A mí también me gustó cuando lo oí ^^ De hecho se lo cambié por el tema del concurso (antes era Bruno) ¿Crees que os habría gustado más? Un beso Queen A

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  3. Ohhhhhhhhhh!!! Le lleva a la cama en brazoos!!! Y le da las buenas nochees!! Y se llama Alaaan, Alaaan!!!!! jaja
    Escribes genial!!
    Un besoo

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    1. Gracias^^ Quien no querría un mayordomo de esos, eh? ;) jaja Me alegro de que os guste el nombre. Un beso

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  4. Muy buen capítulo, espero el siguiente ehh ;)
    Un besaaaazo! :3

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    1. Muchas gracias Moon Light ^^ Lo pondré lo antes posible
      Un beso

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