Lo
primero en lo que me fijé al entrar fue en la figura de mi padre, la persona
que me había llamado venir sabiendo que tarde o temprano acudiría, el hombre a
quien yo más temía en aquellos momentos. Di un par de pasos y me detuve.
Estábamos solos en la habitación. Sólo él y yo. Se dio la vuelta, pues había
permanecido de espaldas a la puerta. Su elegante traje azul marino destacaba
con la corbata escarlata anudada al cuello. En su mano derecha sujetaba una
copa de vino tinto. Bebió de ella y la dejó sobre la mesa de caoba. No dejaba
de mirarme, analizar cada gesto de mi cara. No era una experta en este tipo de
cosas pero no dudo en que la palabra miedo podría haber estado grabada a fuego
en mi frente.
-Vuelve a llegar tarde, Sheila.
Creía que habías hecho una promesa. – Nada en su voz revelaba rastro alguno de
enfado, pero conocía lo suficiente a mi padre como para saber cuán falsa era
esa actitud.
- Lo siento de veras. – Agaché la cabeza sin querer. Ya no
me acordaba de mi retraso el día de la tormenta. Pero, ¿por qué hablaba de ello
ahora? Lo más lógico sería llamarme directamente la atención sobre lo ocurrido
durante la comida con los Sword, sin dar este rodeo absurdo. – Sé que no
debería haber faltado a mi promesa y no volverá a ocurrir.
- Creo que eso ya lo dijiste. – Rodeó la mesa y se situó
justo delante de mí. Podía escuchar el latido de su corazón, su respiración y
el golpeteo continuo de su pie contra el suelo. Di un paso atrás, pero él dio
otro hacia mí. – No te creo, Sheila. Ya no. Y eso es un problema, ¿sabes por
qué?
Tragué saliva y me arriesgué a mirarle a los ojos. Parecían
dos pozos marrones de tranquilidad en los que yo me ahogaba sin remedio.
- ¿Por… por qué?
- Porque significa que se va a volver a repetir y yo no
quiero que mi hija haga algo que no debería. “Algo” como faltar al respeto a un
invitado. – Había notado un matiz misterioso cuando dijo “mi hija”, como si esa
idea le diera dolor de cabeza; o tal vez lo imaginé. Con todo, ya había soltado
la verdadera razón de aquel encuentro.
Mis músculos se tensaron. No podía rebatir la afirmación de
mi padre. Él nunca cambiaría su forma de ver las cosas. Intentar conseguirlo
era algo cuanto menos imposible y a mí no me gustaban las metas imposibles. Por
mucho que me doliera, no podía hacer nada y mi padre lo sabía. Le vi fruncir el
ceño durante un segundo, antes de que su mano aterrizara en mi cara con la
fuerza de un huracán. Caí al suelo aturdida.
Me llevé una mano a la mejilla izquierda. Las lágrimas salieron de mis
ojos antes de que pudiera evitar derramarlas. Un segundo después, empecé a
sentir el dolor.
- ¡Levántate del suelo, hija! – me ordenó.
Tardé un poco en comprender lo que me pedía e
inmediatamente me levanté. Fue una mala idea porque la habitación empezó a dar
vueltas y me tuve que sujetar a la mesa para no caer de nuevo. Mi padre me
agarró del otro brazo con tal fuerza que la sangre dejó de correr por mis venas
y mis dedos empezaron a insensibilizarse. Entonces, acercó la mano a mi cuello.
Quise salir de allí. Correr tan rápido como mis piernas me permitieran. Quería
acabar cuanto antes aquella pesadilla. Tenía la esperanza de poder despertarme
en cualquier momento con los vozarrones de Samanta. Pero no me despertaba y
cerré los ojos a la espera del dolor. Sin embargo este no llegó. Mi padre había
cogido el colgante que lucía en mi cuello.
- ¿Es este colgante tuyo?
Ni siquiera me acordaba de que aún lo llevaba puesto.
Supongo que inconscientemente había querido conservarlo conmigo. Al menos era
uno de los pocos buenos recuerdos de ayer. Algo que me recordaba a mi querido
bosque, a mi refugio y, en definitiva, a lo que más apreciaba.
- Sí. – contesté. No vi llegar el segundo golpe. Grité y
gemí de dolor. Esta vez no me caí, pues mi padre me sujetaba por ambos hombros.
- Te lo volveré a preguntar. ¿Es tuyo este colgante? –
preguntó más alto.
- ¡Sí! – volví a contestar entre sollozos. – Es mío.
El dolor volvió duplicado por dos. Intenté zafarme del
abrazo de mi padre, pero no tenía suficiente fuerza. No existía una ruta de
escape ni salida a esa tortura. Mi padre formuló un par de veces más la
pregunta y mi respuesta fue la misma en ambas, así como la suya. Era simple:
pregunta-contestación-dolor. Tras el último intercambio, mi padre debió
hartarse de mí y me arrancó el collar de un tirón. Volví a chillar e intenté
recuperarlo sin resultado alguno, ya que me apartó de un empujón.
- Debes aprender, Sheila. Hay quienes creen que cometiendo
errores se aprende. Yo no estoy entre
ellos. Lamentablemente para ti, te empeñas en demostrar lo contrario y no me
gusta que me quiten la razón. Has robado, Sheila, y eso no está nada bien. Para
colmo, te niegas a reconocerlo. Son demasiados errores y tampoco me gustan los
errores.
Siguió hablando de normas, de un comportamiento ejemplar…
bla, bla, bla. Apenas le escuchaba. Me limité a quedarme totalmente
quieta. Después, Samanta entró y me
ayudó a levantarme del suelo donde mi sangre y mis lágrimas habían dejado
huella.
- Una cosa más. – dijo mi padre justo cuando nos
disponíamos a abandonar el despacho. – Conoces las normas y las consecuencias
de tus actos. No te molestes en bajar al comedor durante los próximos dos días
e, hija, ni decir queda que lo hablado en este despacho debe quedarse en este
despacho.
Asentí levemente y nos marchamos. Por el camino, mi criada
no abrió la boca, toda una proeza para ella. Nos cruzamos con varios empleados,
pero todos apartaban la vista a nuestro paso. Cuando llegamos a mi habitación,
Samanta cerró la puerta y me condujo hasta la silla de mi escritorio. Me pidió
que me quedara quieta hasta que volviera y así lo hice, convirtiéndome en una
auténtica estatua. Volvió un par de minutos más tarde con un vaso de agua,
vendas, alcohol y demás utensilios de carácter médico. Empezó a curarme las heridas sin preguntarme nada.
Aguanté la revisión sin quejarme demasiado y me coloqué el trapo de hielo tal y
como me indicó mi criada. Fue entonces cuando empezó a hablar como nunca antes lo había hecho.
Parloteaba sin sentido sobre el tiempo, sus conversaciones con las demás
criadas, los últimos cotilleos… mientras limpiaba y arreglaba mi habitación. No
le presté mucha atención a decir verdad. Quince minutos más tarde oí cómo se
marchaba sin dejar de hablar por el camino para volver más tarde con todo un
arsenal de limpieza. No dejaba de hablar y limpiar, limpiar y hablar.
Al final, me cansé de sus idas y venidas y decidí salir a la terraza. Me
recosté sobre la barandilla con el trapo lleno de hielo sobre mi mejilla. El
frío tacto sobre mi piel me aliviaba de forma casi mágica. Traté de cambiar de
lado el trapo para repartirlo entre mis heridas. Pude comprobar que ambas
mejillas estaban inflamadas y me dolían con solo rozarlas. Seguramente
amanecería al día siguiente con varios cardenales, pero no eran importantes por
el momento. No tanto como el miedo que aún sentía en mi interior y me hacía temblar.
Vale, esto ya no lo puedes hacer! Dejarnos con esta intriga y este capitulo! Me entran ganas de decirle 4 cosas al padre de Sheila! Como puede pegar a su hija! Pero bueno, que disfrutes de tus vacaciones :)
ResponderEliminarLo siento, Laura. Espero que aun así, en el fondo te haya gustado el capítulo. Yo me incluyo en el grupo de decirle 4 cuatro cosas bien dichas al padre. Estaba claro que no era un padre modelo.
EliminarPD.: muchas gracias ;)
Odio al padre... lo odio, lo odio, lo odio!!! Bueno supongo que lo superaré!
ResponderEliminarBesos, Rea ^^
En el fondo he de decir que me alegro de que le odiéis porque era mi propósito. Yo también lo odio, pero, a cambio, os compensaré con otros capítulos donde no le salga todo del revés a la pobre Sheila. Besos
EliminarPero ese padre de que vaa???! El si que se merece 4 ostias por tratar así a su hija! Será hijo de su madree!!!!!!!!
ResponderEliminarPobrecita... con lo bien que me cae...
Como siempre el capítulo perfectooooo!!!
Un besoooo!
Gracias cereza ^^ Ya veo que no os ha gustado nada el padre, pero es normal visto lo que pasa en el capítulo. Un beso a ti también
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