Si esperaba que el día siguiera siendo igual de bueno ahí
estaba el destino para reírse un rato de mí. La puerta de acceso al interior de
la mansión, la misma por la que había salido esa misma mañana, estaba cerrada.
Para entrar podía hacerlo por algún otro acceso, pero el de los empleados era
desconocido para mí y, además, no quería cruzarme con tantos de ellos juntos.
La otra alternativa era utilizar la puerta principal. Pero la escena de llamar
a mi propio timbre para entrar a mi casa me pareció cuanto menos ridícula.
¿Cómo puede ser posible que viviendo en una mansión tan grande como la mía no
supiera cómo entrar salvo por dos únicos puntos? Era absurdo, estúpido,
incomprensible, pero real.
En ese instante de vergüenza hacia mí misma, me acordé de
una tarde hacía ya dos años. Ese día había tenido la suerte de olvidarme de la
molesta presencia de mi padre en la mansión, pues había salido por motivos de
trabajo (siempre eran motivos de trabajo). Vi la oportunidad de pasar todo el
tiempo posible en mi refugio y la aproveché sin dudarlo. Había salido por la mañana
llevando conmigo únicamente mi cámara y algo de comida. Fue un día increíble,
donde no parecían existir las preocupaciones. Qué equivocada estaba. Cuando
volví, la puerta estaba cerrada, tal y como ahora la veía ante mí. Reconozco
que lloré durante algunos minutos, pero me recompuse lo suficiente como para
buscar una solución. Y ahí estaba. Había un árbol que con los años había
crecido paralelo a la fachada de la mansión hasta alcanzar la altura de mi
terraza. ¡Mi terraza! Inmediatamente se me ocurrió trepar al árbol y colarme a
través de la barandilla. No pensé en los peligros. No pensé en la posibilidad
de un caída, pero el destino, sí. El resto de la historia solo puedo recordarla
mientras cierro los puños con fuerza. Sólo diré que fue otro capítulo de dolor
y humillación.
Ahora tenía ante mí la misma situación. Instintivamente
miré hacia el lugar donde crecía el árbol. No noté si había cambiado, para mí
seguía siendo una pesadilla convertida en planta. Volví a mirar mi reloj. Eran
casi las once. Estaba perdiendo demasiado tiempo. Decida, me dirigí hacia lo
que podría ser un logro u otro fracaso de una lista más grande.
Me acerqué al árbol corriendo. Los jardineros debían de aparecer en poco tiempo. Contemplé el árbol como si de una montaña insecalable se tratase y cogí aire para enfrentarme a los recuerdos que no dejaban de atormentarme. Primero comprobé que no había una rama lo suficientemente
baja como para colgarme de ella, así que tendría que escalar. Me agarré a la rugosa
corteza colocando manos y pies en los pocos salientes que encontraba. Por
suerte, el tronco estaba un poco inclinado y el ascenso sería menos complicado
(o eso esperaba). Sobre mí, las ramas que podrían ser mis salvadoras parecían
estar a metros y metros de distancia. Mi avance era lento y difícil, pero
avanzaba al fin y al cabo. Al poco tiempo, mis piernas empezaron a temblar por
el esfuerzo, o al menos quería pensar que era por el esfuerzo. No podía avanzar
sin arriesgarme a resbalar o no encontrar el apoyo suficiente, pero tampoco
podía retroceder. Ahora no. Debía continuar. Cerré los ojos para concentrarme y
los volví a abrir para buscar una vía de escape. Fue entonces cuando vi que el
tronco se dividía en dos un poco por encima de mi cabeza. Si conseguía alcanzar
la intersección, lo demás sería más fácil. Obligué a mi cuerpo a continuar el ascenso
poniendo más atención y cuidado. Al fin, conseguí rozar el tronco dividido y
encararme a él. Sentía el cansancio en mis brazos tras el gran esfuerzo y
estaba claro que necesitaba un descanso. Tuve la mala idea de mirar hacia abajo
y no me gustó en absoluto lo que vi. No me encontraba a gran altura, pero había
una vocecita en mi cabeza que no paraba de decir: “Te vas a caer. Te vas a
caer”. Me obligué a dejar de mirar en esa dirección y pensar en mi siguiente
movimiento. No tardé en calcular una nueva ruta entre el revoltijo de ramas para alejarme del suelo y acercarme a mi meta. A
cada paso sufría algún arañazo, ya fuera en la pierna, los brazos o la mejilla; pero no podía dejar de moverme, de seguir adelante.
Tras varias heridas más y algún peligroso resbalón, conseguí aferrarme a la
barandilla de la terraza. Salté al interior y me dejé caer sobre el suelo
embaldosado. Nunca me había dado cuenta de lo cómodo que podía resultar.
Tardé un par de minutos en comprender el alcance de mi logro.
¿Había trepado a un árbol para luego colarme en mi terraza? Pues sí. Lo había
hecho. De repente, tuve miedo de haber sido observada. Ni siquiera quería
pensar en el castigo que recibiría si mi padre llegara a enterarse. Temblé ante
la cantidad de posibilidades.
Toc, toc. Alguien había llamado a mi
puerta. Debía entrar enseguida. Abrí la puerta exterior y, sin pensarlo, me
metí en la cama tapándome hasta arriba con la sábana. Fuera quien fuera el que
llamara, había entrado ya. Podía oír sus pasos acercándose. Mi corazón empezó a
latir sin control.
- Levántese, Sheila. Ya son más de las once y tiene que
desayunar. ¿Va a bajar o se lo traigo a la habitación? – dijo Samanta, mi
criada y niñera cuando era pequeña. Aún me acuerdo de todas esas mañanas
cuando venía a mi cuarto, descorría las cortinas y me levantaba a gritos. Esta
vez no fue una excepción, aunque las cortinas ya estaban abiertas debido a mi
entrada. No pude saber si lo notó porque seguía con la cabeza escondida debajo
de las sábanas. El minuto de silencio se alargaba demasiado. Tal vez, Samanta
hubiera visto algo sospechoso y supiera dónde había estado. No tenía forma de
saberlo ni tampoco valor para salir de mi cama y comprobarlo. - ¿Es que piensa
quedarse en la cama todo el día?
- Claro que no, Samanta. – solté una risa notablemente
falsa. - Sólo quiero un minuto más para acostumbrarme a la luz.
- Pues poco va a conseguir si sigue tapada hasta las
orejas. – Se rio con esa risa suya tan escandalosa y me destapó sin
preguntarme. - ¡¿Por qué está vestida dentro de la cama?! ¡Y con zapatos
incluidos!
Debía pensar algo rápido. Confiaba en ella, pero no lo suficiente como para contarle todo. No se
me ocurría nada. Mi mente estaba en blanco y Samanta seguía esperando mi
respuesta con el ceño fruncido.
- Pues… - empecé – no podía dormir anoche, así que decidí
darme una vuelta por el jardín. – No había sonado muy convincente, pero crucé
los dedos mientras esperaba la reacción de la criada y esta no tardó en
aparecer, pues se echó a reír a carcajada limpia. Al poco rato, no pude evitar
sumarme a sus risas. Varios sirvientes se pararon en mi puerta al oír el estruendo,
pero no preguntaron la causa de tanta diversión. A decir verdad, yo tampoco lo
sabía.
- La próxima vez que sufra de insomnio no dude en llamarme.
Al menos, evitaré tener que hacer una colada extra. – contestó cuando sus risas
empezaron a bajar de volumen y consiguió calmarse. Se secó las lágrimas de los
ojos y me dio prisa para poder lavar cuanto antes la ropa de cama y mi propia
ropa, deportivas incluidas (aunque dudaba de que fuera posible devolverle su
anterior color blanco).
Antes de salir, le pedí que me trajera el desayuno. No
tenía ganas de bajar al comedor y tampoco estaba obligada a hacerlo, pues el
desayuno no entraba en la estricta norma de mi padre. Ella me prometió volver
además con un poco de alcohol para mis arañazos. Mientras Samanta me traía el
desayuno, encendí mi portátil e introduje mi cuenta de Messenger. Como siempre
la espera se me hizo eterna, pero, al fin, los muñequitos dejaron de girar y
fueron sustituidos por tres pantallas de conversaciones. Mis amigas. Decidí
iniciar una conversación conjunta y las saludé:
- ¡Hola chicas! No sabéis como me alegro de poder hablar
con vosotras. ¿Qué tal? – Supongo que no hará falta decir que lo escribí con
todas las contracciones existentes, algunas de nuestra propia invención. Lo
importante era responder rápido, como demostraba la velocidad de mis dedos tras
mucho tiempo de práctica.
- Hola – dijo Laura.
- Yo también me alegro – contestó Claudia.
- Yo estoy bien, ¿y vosotras? – preguntó Luz.
- Bien, gracias – escribimos el resto casi al mismo tiempo.
Seguimos así durante una hora. Hablamos de cosas
importantes y otras no tanto, desde el tiempo loco propio de la estación
primaveral o los nuevos zapatos de Claudia. Mientras tanto, yo ya me había
zampado mi desayuno compuesto por un vaso de leche caliente, pastas para mojar
en ella y tostadas con mermelada de fresa. Todo estaba riquísimo y me relamí los restos de mermelada de mi boca cuando acabé. Al terminar, llamé a
Samanta para que se lo llevara y seguí chateando con emoción a la vez que mi
criada me trataba los rasguños y arañazos de mi piel. Me gustaban mis amigas porque todo parecía ser más sencillo cuando hablaba con ellas. Sin embargo, rara vez nos veíamos en persona; solo cuando me visitaban, algo poco frecuente últimamente. En el pasado, yo viajaba casi todos los fines de semana hasta la ciudad para quedar todas juntas, pero ese lujo se acabó el día que mi padre, especialmente enfadado, me prohibió volver. Recuerdo que ese día le grité, rogué y lloré para que me dejara ir, pero solo sirvió para hacerle enfadar aún más, ganarme una buena bofetada y quedarme sin cena. Fue en ese momento, con la mano sobre mi mejilla dolorida, los ojos vidriosos de llorar durante tanto tiempo y la sorpresa y el dolor de quien es pegado por primera vez, cuando me juré que nunca más me mostraría tan débil ante mi padre. No quería ganarme otro castigo semejante por lo que procuré obedecer sus normas (con algunas excepciones como mi refugio). Sin embargo, hablaba con él lo estrictamente necesario, contestando únicamente si me hacía una pregunta directa. Nuestra relación se volvió fría como el hielo mientras crecía en mí el rencor. Poco a poco fue ganando puestos en mi lista hasta ser el primer punto indiscutible, donde permanecería durante mucho tiempo.
Fenomenal!!! Eres un Génio!!!
ResponderEliminarObrigado César ^^
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