Sentía calor en mi rostro. Abrí lentamente los ojos hasta
acostumbrarme a la luz de la habitación. Miré mi reloj de mesa. Eran las ocho y
diez de mañana. Los rayos de sol entraban por la ventana e iluminaban el
interior. Me levanté de la cama con pereza. Era una de aquellas mañanas en la
que te levantas sin ganas de hacer absolutamente nada. Salí a la terraza para
despejarme. El cielo era de un azul intenso sin nubes a la vista y soplaba una
brisa agradable. Se parecía bastante al
tiempo del día anterior. El día anterior… Todos los recuerdos pasaron por mi
mente en un segundo consiguiendo paralizarme. Miré hacia abajo. Aún llevaba
aquel vestido. Aún notaba la humedad de la tela por mis lágrimas. Aún no había
visto a mi padre.
Entré rápidamente en mi cuarto y me deshice del vestido,
tirándolo al otro extremo de la habitación. No quería ni verlo. En su lugar,
elegí unos vaqueros oscuros y una camiseta de manga corta. Mis deportivas
debían de seguir en la lavandería, por lo que me puse unas manoletinas negras
para sentirme igual de cómoda. Tenía hambre, bien que me lo recordaba mi
estómago, pero no valía la pena pasarse por el comedor. A pesar de ello, quería
dar una vuelta por la mansión y averiguar cómo andaban las cosas. Antes de
salir, cogí aire y lo solté lentamente. Descorrí el cerrojo y abrí la puerta.
No había nadie en el pasillo. A estas horas el servicio se concentraba en la
cocina para preparar el desayuno y luego comenzaba con el mantenimiento del
resto de la mansión. Mi habitación quedaba bastante lejos, luego no me cruzaría
con nadie.
Comencé otro de mis paseos con la única preocupación de
mantenerme alejada de la cocina, el comedor y, en general, el lado oeste de la
mansión. Durante el camino me di cuenta de que la nueva decoración persistía
mirase donde mirase. Si bien antes no me gustaba, ahora la odiaba. Había tal
cantidad de artilugios inútiles desperdigados por todas partes que me pregunté
dónde se habían guardado el resto del tiempo. ¿De verdad eran nuestras todas
estas reliquias? Me paré frente a una urna concreta cuyo contenido era, nada
más y nada menos, que una cuchara oxidada. ¿Podía alguien sentirse orgulloso de
mostrar una cuchara llena de agujeros? Al parecer existía y se llamaba Thomas
Sword. Continué mi camino sintiéndome cada vez más asfixiada por la cantidad de
antiguallas. Pronto se me hizo necesario salir al exterior. Angustiada por no
atreverme a salir al jardín trasero o a mi refugio, tomé la decisión de
dirigirme a otro lugar especial. Empecé a subir escaleras y cruzar muchos
pasillos hasta toparme con una puerta y cruzarla.
Enseguida noté el viento sobre mi cuerpo y respiré aliviada
por volver a sentirme libre. Me encontraba en la azotea. Normalmente nunca se
utilizaba, pero, al contrario que mi refugio, siempre se mantenía
cuidadosamente lista para ello. Yo subía a veces para hacer mis deberes.
Incluso había tenido alguna clase con el señor Domínguez en aquel lugar. Aun
siendo bastante amplia, no constaba de mucho mobiliario, tan solo una mesa de
madera, algunas sillas a su alrededor y una sombrilla para días soleados como
aquel. El resto estaba cubierto por algunas macetas desperdigadas y alguna que
otra estatua de mármol pulido. Era demasiado artificial como para sentirme
completamente cómoda, pero al menos me permitía relajarme y huir del laberinto
de obras de arte. Me dirigí hacia una de las sillas; sin embargo, me detuve a
medio camino. Había alguien. Podía darme la vuelta y escabullirme sin que
notara nada o enfrentarme a quien fuera y reclamar mi derecho a permanecer en
la azotea. No tuve tiempo de elegir porque ese alguien fue más rápido.
- Vaya, vaya. Así que has decidido salir. ¿Te has cansado
ya de lloriquear como una niñata? – Se trataba de Karen. Estaba recostada en
una de las sillas con unas enormes gafas de sol tapándole media cara. Esta vez
llevaba puesto un vestido veraniego con un estampado de flores y unas sandalias
del mismo color que la tela del vestido.
- ¿Qué haces aquí? – le pregunté. ¿Quién se creía esta para
criticar mi forma de actuar? Se suponía que era una invitada en mi propia casa.
No debería tratar así a alguien que podía echarla de una patada.
- He preguntado yo primero. – sonrió con suficiencia. –
Además, yo puedo hacer lo que quiera. Al fin y al cabo, esta es mi casa.
- ¿Disculpa? – dije sorprendida. Tenía la sensación de
haberme perdido algo importante la pasada tarde porque, probablemente, había
sido así. Odiaba sentirme tan tonta y más aún serlo delate de la hija del señor
Sword. – Aclárame eso.
- Parece que no te enteras de nada ¿Debo recordarte que aún
no me has respondido? No creas que me he olvidado – se quitó las gafas, dejando
al descubierto sus ojos azules. – Pero como soy una buena persona, te
contestaré. Resulta que tu padre nos ha invitado a quedarnos durante una temporadita.
Tan simple como eso. Yo que tú me iría acostumbrando.
A mí no me parecía una respuesta tan sencilla. ¿Por qué se
quedaban? ¿Por qué se lo había ofrecido mi padre? ¿Por qué habían aceptado los Sword? ¿Durante
cuánto tiempo se quedarían exactamente? ¿Qué cambiaría de mi vida? No tenía
respuesta para esas preguntas. Tal vez hubiera podido preguntarle a Karen, pero
ahora que había hablado con ella me di cuenta de que no era una buena opción.
Si quisiera que me trataran como a una estúpida habría hablado con mi profesor
y no con ella. Al menos el señor Domínguez intentaba que comprendiera lo que
decía, algo que Karen no parecía dispuesta a hacer.
- Tu turno. – dijo Karen sacándome de mis reflexiones. Me
miraba como diciendo: “Falta algo, pero eres tan tonta que ni lo sabes”. Fruncí
el ceño y desvié la mirada hacia una de las sillas. Me senté mientras Karen
seguía mirándome con esa sonrisa suya tan arrogante.
- No tengo nada que decir. Te vas a quedar con las ganas,
Karen.
Esperaba que mi contestación la hubiera descolocado, pero
lejos de sorprenderse, ensanchó su sonrisa y enarcó una ceja. Soltó una risilla
por lo bajo y volvió a colocarse las gafas.
- Me lo has dicho todo. Me cuesta creer que puedas ser tan
infantil. De hecho me sorprende no verte con un vestidito de princesa como el
de ayer. ¿Quién hubiera dicho que tenías ropa normal en tu armario? – volvió a
reírse. Me estaba sacando de mis casillas. Nunca había conocido a persona más
insoportable. Sin embargo, había dado en uno de mis puntos débiles. ¿Sabría que
no tenía opción, que tenía que ponerme lo que un delegado de mi padre me
mandaba? Obviamente, no me habría puesto
ese espanto si no hubiera estado obligada, pero ¿habría llegado Karen a esa
conclusión? Empecé a comprender un poco mejor cómo era la persona sentada a mi
lado, aunque no supe decir si me gustaba.
En esta ocasión me abstuve de decirle cualquier cosa. Al
fin y al cabo, seguía siendo una invitada y debía respetarla, aunque ella no
pareciera querer hacer lo mismo. Karen clavó su mirada en mí esperando a que yo
saltara con otra contestación. Iba lista si pensaba que le iba a dar ese lujo.
Un silencio profundo se instaló entre ambas. Mi compañera de azotea se
concentró en su tarea de leer una revista de cotilleos en la cual no me
había fijado antes. No acostumbraba a leer ese tipo de revistas porque eran demasiado
monótonas, pero Karen parecía disfrutar leyéndola. Por mi parte, me dediqué a
escuchar música con mi Mp4, guardado en uno de los bolsillos del pantalón para
emergencias como aquella. Pasaron así varios minutos en los cuales llegué a
reproducir más de 20 canciones sin que nada cambiara a mi alrededor. La música
me ayudaba a olvidar que había alguien más a mi lado y empecé a disfrutar de
verdad. De pronto, Karen cerró su revista y se levantó de su asiento. Ni
siquiera se despidió de mí. Supongo que no lo consideró importante. Cuando ya
estaba a punto de abrir la puerta que conducía al interior de la mansión, se
volvió para decirme algo.
- Por cierto, creo que tu padre quería que te reunieses con
él en su despacho.
Y dicho esto se fue sin darme tiempo a decirle nada.
Sinceramente tampoco habría podido. Sus palabras me paralizaron en el acto. De
nuevo, Karen conseguido encontrar otro de mis puntos débiles y la odié por
ello.
Sabía lo que mi
padre quería de mí, pero no podía enfrentarme a ello (ni mucho menos quería).
Aún no. Mi cuerpo empezó a temblar a pesar de la buena temperatura del
ambiente. “¿Qué voy a hacer?”, susurré. Nada más pronunciarlo me di cuenta de
que, en realidad, no tenía ninguna opción. La decisión estaba tomada antes de
que yo siquiera pensara en ello. Me levanté de mi silla, tal y como había hecho
unos instantes antes mi compañera de azotea y me encaminé hacia la salida con
pasos automatizados. Recorrí los pasillos sin fijarme en nada más aparte de mis
manoletinas. Sabía el camino que debía tomar, pero mis pasos distaban mucho de
ser seguros. Aún temblaba imperceptiblemente ante lo que se me venía encima.
Una parte de mí me pedía que diera media vuelta y echara a correr en dirección
contraria. Me costó mucho no hacerle caso, pues el miedo es un sentimiento muy
fuerte e incontrolable, por mucho que algunos opinen lo contrario.
Al fin, llegué a mi destino. Llamé a la puerta con unos
golpecillos tímidos y esperé una respuesta, la cual no tardó en producirse.
Abrí la puerta y entré en el despacho de mi padre sin saber cómo acabaría
aquella “reunión”. Simplemente tenía un mal presentimiento. Tal vez mi instinto
tenía razón y debería haber huido. Pero no lo hice.
Me encanta! Que mal me cae la Karen esa...
ResponderEliminarBesos, Rea ^^
Gracias Rea :) La verdad es que Karen es un poco borde jaja
EliminarSerá idiota esa Karen!!!! Como la odioooooooooooooo!! Elcapítulo como siempre GENIAL!!! Escribes maravillosamente bieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeen!!!!!!!!!!!!!!! Ya verás como publicarán tu historia!;)
ResponderEliminarUn besazoo!
Hola cereza ^^ Un placer tenerte de vuelta. Muchas gracias, aunque lo de publicar una historia siempre parece algo muy lejano. Eso sí, nunca digamos nunca jamás jaja
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