martes, 10 de julio de 2012

Capítulo 4

Aquí está el cuarto! Siento no haberlo puesto esta mañana, pero no he tenido tiempo. Dejando eso a un lado, para mí este capítulo es importante porque se describe un lugar muy especial para Sheila, la protagonista. Espero que os guste tanto como a ella.
PD. Creo que mañana no publicaré un capítulo, aunque haré una entrada para presentaros a alguien ;)


El día amaneció despejado. No había ni rastro de las aterradoras nubes del día anterior. El sol lucía brillante en el cielo y, aunque el suelo estaba  embarrado y toda la vegetación estaba aún húmeda, era un día perfecto para dar una vuelta. Me había levantado temprano por lo que pocas personas podrían haberme visto salir. Lo prefería así. Me daría tiempo para estar sola, disfrutar de mi caminata y volver sin que nadie se percatara de mi ausencia. El buen tiempo me hacía sentir mejor ayudándome a olvidar los malos recuerdos y ser más optimista, así que no pensé en lo que pasaría si alguien se enterara de mi pequeña escapada. Las preocupaciones se esfumaban una vez atravesaba la puerta que dividía el jardín de la mansión y el mágico escenario vegetal.

Avanzaba por el bosque sin alejarme demasiado del camino de losas que constituían la senda. El terreno estaba muy resbaladizo y había grandes posibilidades de acabar llena de barro, algo poco agradable por experiencia y que, además, delataría dónde había estado durante toda la mañana. Por ello, andaba sin prisa y fijándome dónde colocaba mis pies. Me encantaba hacer este tipo de excursiones. Me escapaba siempre que podía y el tiempo me dejase. Solía seguir la senda que comenzaba en la parte más alejada del jardín trasero y terminaba en mi lugar favorito del mundo. El lugar que consideraba mi refugio y del cual nadie, a parte de mí, conocía su existencia. Sin embargo, nunca iba sola, pues me acompañaba una amiga fiel: mi cámara.

La fotografía era una de mis mayores aficiones. Me gustaba saber que podía inmortalizar cualquier momento con solo un clic de un botón. Solía hacer fotos de mis amigas, por supuesto, pero también de cosas muy sencillas que mi padre, sin duda, calificaría de “insignificantes” como poco. Sin ir más lejos, esa misma mañana capturé la imagen de una pequeña marchita flotando sobre un charco aún sin evaporar. Mi padre solía repetir lo inútil y estúpido de este “malgastador de tiempo”, pero con ello sólo conseguía que me gustara más. Nadie me había enseñado cómo se hacían las buenas fotos, pero no habrían conseguido enseñarme porque no quería que nadie lo hiciera. En lugar de eso, prefería aprender por mi cuenta. Aprender cómo colocar la cámara, cómo captar mejor la luz, combinar los colores, la disposición de los elementos principales... Y estaba orgullosa de ello.

Tardé algo más de lo habitual en alcanzar el final de la senda, pues el barro me estaba dando más problemas de lo que esperaba. Analizando mi aspecto; exceptuando la masa de tierra viscosa pegada a mis deportivas, blancas en un pasado y el estar calada hasta los huesos por la humedad del ambiente, había conseguido llegar a mi destino bastante indemne.

Nunca podría olvidarme de ese lugar. Se trataba de una especie de jardín abandonado situado al final de la senda. En el centro había una fuente algo mugrienta por los años en desuso. A su alrededor había dispuestos varios asientos de piedra y, al fondo, un invernadero. La estructura de este debió de ser completamente de cristal, pero, con el tiempo,  gran parte de ellos estaban rotos. Las plantas de su interior habían crecido sin control ni obstáculos y ahora se asomaban entre los espacios de los cristales dañados. Mi objetivo en un futuro era reformarlo para que fuera de nuevo habitable; sin embargo, todavía no me atrevía a internarme demasiado en él. Las ramas de los árboles eran algo siniestras por la falta de luz y la amenaza de que se cayera algún fragmento de ventana me asustaban lo suficiente como para no intentarlo. Además, no disponía de las herramientas necesarias. Pensaba coger prestadas algunas al jardinero de la mansión, pero no estaba segura de dónde las guardaba ni de cómo utilizarlas. Con todo ello, aunque el invernadero aún necesitaba una transformación, el resto del jardín lo cuidaba con esmero. Cada vez que iba, barría las hojas caídas alrededor de los bancos y la fuente. Un día me dediqué también a limpiar esta última, pero dejé mi trabajo a medias. Me daba demasiado asco como para continuar sacando mierda de quién sabía cuántos años acumulada en las cañerías.

Adoraba ese lugar por muchas razones. Por una parte, solo yo lo conocía. Bueno, en realidad, alguien más tuvo que conocerlo pero fuera quien fuera hacía mucho que no volvía y yo no pensaba compartir con nadie más mi secreto. Por otra parte, me gustaba el hecho de encontrarse en el bosque, un terreno muy hermoso en mi opinión. Además, estaban las flores. Miles de ellas se agrupaban entre los asientos de piedra, junto a la fuente, a ambos lados de la senda de losas de piedra… Las había de todos los colores, pero destacaba el amarillo por encima de todos. A veces, me entretenía cortando algunas para hacer un pequeño ramo y colocarlo sobre el banco central. Otras, iba oliendo su perfume hasta encontrar el más dulce o las colocaba entre mis rizos para formar una diadema única.

No hace falta decir que mi  refugio había sido fotografiado desde todos los ángulos inimaginables. Por precaución, nunca revelaba sus fotos, sino que simplemente las almacenaba en un pequeño pen-drive, escondido a su vez en el fondo de mi cajón de la ropa interior. Confiaba en tener un poco de privacidad en ese rincón y que a nadie se le ocurriera rebuscar en él para luego comprobar el contenido.

Esa mañana tenía que poner a punto mi jardín tras la gran tormenta. Barrer las hojas no era suficiente y, además, el barro dificultaba bastante mi tarea teniendo en cuenta que mi escoba no era más que unas cuentas ramas atadas con una goma, así que dejé de preocuparme por el estado del suelo. Con la ayuda de un par de trapos humedecidos en un arroyo cercano, seguramente creado tras la lluvia pues no estaba antes, limpié la superficie de los bancos y el poyete de la fuente. Algunas de las flores habían perdido parte de su corola de pétalos así que arranqué las que estaban en peor estado y las fui colocando en el banco central hasta formar un ramo, inmortalizado gracias a mi cámara. Cuando creí que el jardín tenía un aspecto pasable, di mi trabajo por finalizado y me tumbé sobre el banco más cercano. Dediqué el tiempo restante a mirar las copas de los árboles buscando alguna ardilla o pajarillo, pero no tuve suerte, por lo que tuve que contentarme con escuchar su canto. Miré el reloj. Ya eran las diez y debía volver. Tenía que hacerlo si quería que nadie se enterara de mi excursión. Pero no quería irme. Estaba tan cómoda en aquel lugar, que me negaba a abandonarlo. Notaba los tímidos rayos de sol en mi piel, el viento soplando entre las hojas y sentía la tranquilidad del bosque. No necesitaba nada más. Sin embargo, tras remolonear otro par de minutos, la lógica se sobrepuso a todo eso y emprendí mi viaje de regreso sin mirar atrás y con la cabeza gacha.

2 comentarios:

  1. Oooh, es precioso! Me encanta en serio!
    Oye, que a lo mejor me he precipitado y te he agobiado con lo de la publicidad, tú tomate el tiempo que necesites para tu blog y si te agobio, me lo dices, vale? No serías la primera jajaja
    Un beso, no, dos!!

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  2. He de reconocerte que es verdad que me ha pillado de sorpresa, pero es un detalle por tu parte mostrar ese apoyo por mi blog ^^ Otros dos besos para ti y me alegro de que te guste el capi.

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