Habían
pasado un par de semanas desde la llegada de los Sword. Karen se había
instalado en una habitación bastante cercana a la mía y nos veíamos muy a
menudo. Volví a comer con ellos en el gran comedor sin que nadie me preguntara
por la razón de mi ausencia. Sin embargo, Karen ya no me dirigía la palabra
fuera de lo estrictamente necesario y, si lo hacía, era bajo la atenta mirada
de nuestros padres.
La verdad es que no me hacía falta su presencia para
sentirme irritada, de ello se encargaban los criados. Siempre me escoltaban
hasta el comedor, soportando todo tipo de comentarios groseros por mi parte los
primeros días y mi rapidez al caminar los siguientes. Los sirvientes pasaban
con más frecuencia por mi habitación y se dedicaban a reorganizar mis cosas una
y otra vez mientras fregaban el suelo o limpiaban el polvo. Un insoportable
olor a lejía y limón se instaló en la estancia de forma irreversible. Tanto era
así que, después de varios días con un ir y venir de entrometidos, cotillas y
chismosos criados, hice instalar un cómodo diván en la terraza, donde pasaba la
mayor parte de mi tiempo libre. Si es que se pudiera decir que tenía tiempo
libre. Entre las comidas, el aumento de la duración de las clases con mi
maestro matemático/loco, y los deberes, me quedaba poco tiempo para dedicármelo
a mí misma o a mis amigas.
También la conducta de mi profesor cambió, pues la poca
paciencia que había tenido se esfumó como si nunca hubiera existido. Me gritaba
a menudo y se desesperaba ante mi incapacidad de resolver algunos de los problemas
más difíciles. Nunca le había visto tan empeñado en conseguir que aprendiera la
magia del “revoltijo de números y letras” como en aquellos días.
Por si no tuviera poca compañía diariamente, recibíamos a
un invitado cada fin de semana. Eran situaciones de lo más humillantes que conseguían hacerme sentir ignorada y
tratada casi como una insignificante sirvienta, incluso me utilizaban como
mensajera entre ellos y mi padre. Para colmo, el delegado responsable de mi
ropa se empeñaba en vestirme como una princesita cada vez que debía asistir a
una cita importante. Los lazos se unieron a mi lista poco tiempo después, y
allí se quedarían durante muchos años por su culpa. Reconozco que fue muy
difícil morderme la lengua aquellos días. Pero lo conseguí, solo por evitar
otro castigo de mi padre.
La decoración de la mansión seguía tal y como estaba tras
la visita de los Sword, aunque se añadieron algunos detalles de lo más
tétricos. Colocaron gárgolas con figuras deformes y monstruosas en el ático, de
esas que solo existen en las casas abandonadas de las películas de terror,
junto con más elementos medievales en los pasillos. No había un rincón que
estuviera sin decorar. La sensación de asfixia mientras caminaba por ellos desembocó
en mi decisión de abandonar mis paseos por la mansión, incluyendo el ático,
pues a ver quién era el listo que se quería quedarse rodeado de gárgolas por
todas partes mientras intentabas relajarte.
Por todo esto, tenía la sensación de estar continuamente
vigilada y evitaba hacer algo de lo que luego me arrepintiera. Por desgracia,
volver a mi refugio formaba parte de esa lista. Lo echaba mucho de menos.
Tanto, que había planeado mil formas de escaparme para pasar allí un par de
días o tres. Por suerte, aún conservaba la suficiente precaución como para ni
intentarlo siquiera y me conformaba, por el momento, con revisar sus fotos una
y otra vez desde mi nuevo diván.
Precisamente, en ese diván de color crema fue donde todo empezó
a cambiar.
Eran las cuatro de la tarde y disfrutaba de un pequeño
descanso tras haber comido con un invitado especialmente desagradable que se
empeñaba en demostrar la superioridad de los hombres frente a las mujeres. Me
había mordido la lengua con tanta fuerza para no replicarle, que me había
empezado a sangrar. Una vez en mi habitación, desaté mi furia contra los
cojines de la cama. Los criados se quedaron estupefactos al entrar y encontrar
toda la habitación llena de plumas y pedazos de tela. Sin embargo, enseguida se
recuperaron de la impresión inicial y empezaron a recogerlo todo con rapidez.
Para evitar escucharlos, me retiré a mi terraza con el ordenador bajo el brazo.
Y allí estaba yo, revisando mi bandeja de entrada de mi
correo electrónico, cuando me llegó un nuevo mensaje. El remitente era un tal
Alfonso Cortés. No me sonaba su nombre, pero el asunto de su correo era muy
claro: “I Certamen de fotografía de la Universidad de Delois”. Posiblemente me
informaría de mi próximo fracaso, pero lo abrí igualmente.
A Sheila Johns:
Nos complace comunicarle
que su fotografía ha sido elegida y opta a ser la ganadora de nuestro concurso
junto con otras dos participantes. El próximo día 27 de mayo se celebrará la
ceremonia en la que el jurado proclamará al ganador. Dicha ceremonia se
realizará en el salón de actos de la Universidad de Bellas Artes de Delois a
las 18:00. Por favor, rogamos de su puntual asistencia al acto. Deberá estar
acompañada por un adulto debido a su condición de menor de edad.
Enhorabuena por su
trabajo,
El director de la
Universidad, Alfonso Cortés.
Releí la carta al menos seis veces hasta asegurarme de
haber entendido su contenido correctamente. Me habían elegido. A mí. No había
fracasado. Por una vez en mi vida, podía ganar un concurso.
Dejé el ordenador sobre el cuero del diván y me levanté
lentamente. Fue entonces cuando empecé a gritar y saltar por toda la terraza.
Sentía una inmensa alegría que recorría todo mi cuerpo y me desbordaba. Poco me
importaban las curiosas miradas de los sirvientes a mi alrededor. Solo sabía
que volvía a sentirme feliz tras muchos días de encierro y con eso me bastaba.
Sin embargo, pronto empecé a sentirme incómoda por esas miradas que parecían
decirme: “está como una cabra, señorita Sheila”. Así que los eché a todos con
unas pocas palabras. Nada más cerrar la puerta, volví a mi estado de euforia y
seguí saltando hasta que mi respiración se convirtió en un jadeo en busca de
oxígeno. Aún no podía creer que fuera a asistir a la ceremonia en la que podría
salir como ganadora del concurso local. Pero… ¿y si no ganaba? De pronto, me di
cuenta de que solo era una posibilidad. Otras dos fotos podían superarme
consiguiendo que yo fracasara de nuevo. No podía pensar en eso. No ahora. Esa
pequeña posibilidad me bastaba para mantener la esperanza que necesitaba para
seguir adelante durante esos días tan estresantes.