En realidad, esta entrada tiene más sentido del que pensáis porque en el mundo del arte en Internet el mes de mayo es conocido por ser el #mermay, quizás uno de los retos más famosos junto con el #inktober. Se trata de un challenge en el que debes subir una ilustración de una sirena al día. Hay quienes se preparan prompt lists para que sea más sencillo y otros que van tirando como pueden jaja Personalmente, Estudio Katastrófico creo que hizo el mejor mermay de la historia hace un par de años y os animo a buscarlo porque tanto a nivel de dibujo como de historia es muy guay.
Y me diréis, Crispi, ¿entonces vas a participar tú también? Pues... sí y no xD Es probable que como todos los años haga una ilustración que intentaré currarme en lugar de estar todos los días subiendo personas con cola de pez, así que estad atentos a mi Instagram ;)
Sin embargo, a diferencia de otros años, he decidido atacar este reto desde otra perspectiva y acabar con un proyecto que lleva en mi cabeza desde 2014. Sí, señoras y señores, esta historia lleva existiendo desde hace años pero por unas cosas u otras nunca lo terminé porque... bueno, la vida jajaja Y va siendo hora de que lo haga.
So, here is my challenge! Quiero continuar con esta "Historia de mar" a lo largo del mes de mayo :)
Os voy a dejar los links del primer capítulo (aquí) y el segundo (aquí), aunque al ser tan antiguos y cortitos he decidido revisarlos (curiosamente del primero especialmente apenas cambié un par de palabras porque me quedó sorprendentemente decente) y juntarlos con el tercero para que no tengáis que rebuscarlos si no queréis ;)
No me enrollo más! Espero que os guste y no os olvidéis de dejar vuestras opiniones en la sección de comentarios :) Nos vemos pronto!!
Apenas
quedaban algunos rayos de un sol tardío cuando el mar embelleció de plata. Sus
olas y su espuma, moldeadas en oro blanco por un caprichoso joyero, humedecían
la brisa con salitre. Mientras tanto, el rey se escondía en reflejos, veteando
de burdeos y lila el campo brillante de sus aguas. Tan perfecto, tan efímero y
cambiante… Tan mágico.
Entre los suspiros maravillados de
los marineros y el rugir de las olas al romper contra el acantilado, se deslizó
un susurro íntimo y secreto, un misterio sepultado bajo toneladas de agua y
vida. En el reino profundo de aquella inmensa joya, el ónice perpetuo era
arrastrado por las furiosas corrientes y se anclaba con desesperación a la
nada, la oscuridad en su máxima esencia. Sin embargo, aunque ajeno al
espectáculo de un sol en plena huida, fue el primero en recibir los rayos de la
luna y, con su templanza y serenidad, fue testigo privilegiado del comienzo del
cambio.
Al principio, fue una efímera ondulación que
al poco tiempo se esfumó, diluida en la negrura. A su paso dejó un silencio aún
mayor, como si el mar entero estuviera conteniendo la respiración. Esperaba,
esperaba tenso, expectante.
Y, entonces, una nota. Una única nota aguda y
débil que ascendió en forma de burbujas diminutas. Un silencio. Y otra nota.
Una melodía vacilante, rota. Una canción fragmentada. Completa. Una luz y una
esfera, una perla de nácar cuyo resplandor apenas ganó un par de centímetros al
fondo marino. Pero lo intentaba, incansable, creciendo al pulso de la canción
que aún la arropaba entre tanta hostilidad agobiante. Y, así, se hizo más y más
grande hasta que, llegado a un momento, explotó con un ruido sordo.
Todo ello, en cambio, ocurrió tan deprisa que
habría quedado escondido a ojos de un muy afortunado testigo. No obstante, el
surgimiento de la torpe figura de la recién nacida quedó, como bien corresponde
al vasto océano, guardada cual tesoro enterrado.
En cualquier caso, la pequeña, aún ciega y
aletargada, comenzó a mover su cola con la vacilación propia de quien no se
conoce. Confió, en cambio, en su instinto y empezó a agitarse con más fuerza a
pesar de tener aún latente el recuerdo de la seguridad de su perla. Fue en
aquel instante cuando el mar, cuyo poder es extraño y distante a veces, pero
también entrañable en otras, empujó a aquel adorable ser hasta asegurarse de
que se encontraba a una profundidad menor, en la cual, a pesar de su
desacostumbrada vista, lograría orientarse.
Así pues, impulsada por aquella corriente, la
recién nacida se dejó llevar hacia el inicio de una vida que, como sugerían las
estrellas que lucían en el helado cielo, estaría marcada por un destino de amor
y soledad.
Muchos
años habían pasado desde aquel atardecer de plata. Muchas olas habían roto
contra los acantilados y las playas, naciendo y muriendo sus corrientes en el
sur y el norte por igual. Y, sin embargo, entre sus subidas y bajadas, alegrías
y desgracias, una bella criatura había crecido.
Tal era
el cambio que apenas si podría reconocer tan esbelta figura quien recordara la
torpe sirena que a oscuras gateaba. Ya nada quedaba de esa torpeza infantil, ni
rastro de vacilación, ni pizca de duda. Era una centella de agua, un relámpago
de azul y oro.
De
naturaleza inquieta, no permanecía más de un par de suspiros en un mismo lugar,
pues prefería acompasar su corazón al latido de la marea sin importar si debía
enfrentarse a su furia en la tormenta o su quietud en la calma. Así, nuestra
preciosa sirena no nadaba en el mar, bailaba con él, se reía con él, lloraba
por él. Y dichas lágrimas, cuando se derramaban, no era por lo que podríais
pensar que era soledad, sino amor puro, devoción absoluta.
No
necesitaba hablar ni encontraba placer alguno en cantar al alba como otras de
las de su especie. Al fin y al cabo, no existe compañía más noble que el
horizonte por frontera y el vasto océano por hogar.
¿Qué
fue entonces del vaticinio de las estrellas? ¿Acaso erraron aquellas que mejor
conocen el mundo por verlo desde tan lejos e iluminarlo y escurecerlo a su
antojo y conveniencia?
Me temo
que no, mentes curiosas. Las estrellas pueden ser tan afiladas como la verdad
en sí misma, pero, ante todo, son pacientes. No, mentes curiosas, que no os
engañen vuestros ojos aún inexpertos; estaban esperando. Esperando el momento
adecuado, el lugar adecuado, la trampa adecuada.
No fue,
en cambio, el día escogido para dicha tragedia un reflejo de la definición del
desasosiego, sino más bien todo lo contrario. El cielo presumía de su desnudez
mientras se reflejaba en la inmensidad del mar. El ritmo de la marea descendió
y, así, la joven sirena siguió a su gran amor en la calma del momento y se dejó
llevar por la lenta despreocupación. Empezó a nadar por la superficie del agua,
exponiendo sus brillantes escamas al sol caliente.
No espero
que entendáis lo extravagante y único de este gesto tan inocente en principio;
sin embargo, os diré que las sirenas tienen inscrito en su alma una
predilección por el amparo y la protección que les ofrece la noche, donde la
luna que las vio nacer vela por ellas desde el salpicado manto de la cúpula
celeste. Era por ello extraño ver cómo aquella sirena cerraba los ojos tan
confiada y disfrutaba de la sensación de los rayos quemando su resbaladiza piel
marina.
Lo que
no sabía tan dichosa criatura es que la corriente del destino la arrastraba
hacia una pequeña isla lo suficientemente alejada del continente para
considerarse solitaria, pero no tanto como para pasar desapercibida por los
humanos. Sus bordes, perfilados por monstruosos acantilados, escondían
auténticas trampas mortales que los isleños intentaban evitar a toda costa. No
obstante, nuestra joven sirena no podía conocer tal amenaza y, aún sumida en su
particular sueño, se mecía cada vez más cerca de la isla y sus peligros.
Y es que
las estrellas habían dispuesto los actores de su particular función en escena
y, como buen público, sólo debían esperar a que el telón se levantara y diera
comienzo el espectáculo, un momento que llegó a la caída de sol, cuando al
amparo de su amante la luna, brillaron con fuerza y aplaudieron para su
diversión.
Sorprendida, aunque nunca
temerosa, dejó que tal crueldad la envolviese durante unos segundos y, después,
canalizó toda la energía acumulada durante el día de letargo en el batir de su
perfil serpenteante, segura de poder vencer como tantas otras veces al capricho de
su amante. Mas el mar no estaba dispuesto a ceder a sus designios.
Desconcertada, sintió cómo éste contratacaba con una ola aún más agresiva que
la anterior. La sirena se refugió de su hostilidad sumergiéndose en el agua; no
obstante, el mar seguía empujándola hacia el acantilado con impaciencia.
La sirena no podía entender el
porqué de aquel brusco cambio en el comportamiento de la marea, por lo que
decidió aceptar el reto y devolver el golpe. Cerró sus ojos negros, sintió
crecer la tensión en cada fibra de su ser y se impulsó con tanta fuerza que su
figura traspasó la espuma de las olas y se recortó en la medialuna del cielo
para difuminarse después de nuevo bajo las aguas. Nadó entonces con vigor,
sorteando las rocas, esquivando los arrebatos del mar antes de que lograran
alcanzarla. Cada vez iba más y más rápido. Cada vez se acercaba más y más a la
pared de roca. Pero ella reía. Reía cada vez más y más alto. Más y más fuerte.
El juego era peligroso, pero al
mismo tiempo se sentía emocionante. El corazón frío de la sirena latía al son
furioso y tempestivo de la marea al chocar contra la isla. Sus movimientos eran
zigzagueantes, casi erráticos, pero con un poder capaz de erosionar hasta la
piedra más sólida.
Y entonces el juego llegó a su fin.
No escuchó el grito del que no
podía gritar ni logró ver con claridad lo que el mar ya quería hacer suyo; sin
embargo, la curiosidad vibró en su piel con el mismo fulgor que las estrellas
del firmamento. Se detuvo. Aquella atracción no se parecía a nada que hubiese
experimentado antes. De repente, no podía ni quería controlar sus movimientos
que poco a poco la acercaban más y más hacia aquel inesperado misterio. Estaba
tan cerca…
No debería haber olvidado dónde
se encontraba ni contra quién estaba batallando. El mar, desde luego, no la
había olvidado a ella y aprovechó su momento de indefensión para estrellar su
frágil espalda contra un conjunto de rocas sin que la inexperimentada sirena
pudiera remediarlo.
Un relámpago de dolor sacudió su
cuerpo y contrajo su columna. ¿Acaso era aquello el sabor de la traición? La
curiosidad se convirtió en necesidad y orgullo. No iba a rendirse. Tenaz como
pocas en su especie, continuó luchando y luchando contra la corriente a pesar
de la tirantez de su magullada espalda y el cansancio que arrastraban sus
músculos después de tantas millas. Palmo a palmo se fue acercando a aquel bulto
desconocido hasta que pudo reconocerlo no como un objeto extraño, sino como una
criatura como jamás había visto alguna.
En un último esfuerzo verdaderamente
titánico, logró agarrar aquel ser y arrastrarlo lejos de la influencia de su
combatiente. El agua se había convertido en una oscuridad inquebrantable, su
hábitat natural. Abrió sus oídos al instinto y dio con una ruta segura hasta
una cueva remansada. Allí, volvió a sacar sus escamas fuera del agua y depositó
su tesoro.
Una cosa estaba clara. No era una
criatura de mar.
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