No puedo creer que haya llegado este momento...
Hoy, amigos míos, os presento la primera parte del fin. En principio, no iba a dividirlo sino a extraer una parte en especial que, en cambio, descubriréis en la segunda parte del capítulo 71 porque aun sacándola era demasiado largo para dejarlo entero. En cualquier caso, estamos llegando al final. Esto se acaba. Para ser más específicos, el sábado que viene (18 de abril) subiré el último, ultimísimo, capítulo de la historia de Sheila, que, os recuerdo, sigue sin título :P, aunque estoy trabajando en ello ;)
Pero bueno, yo no he venido a enrollarme como las persianas sino a dejar que disfrutéis de estos últimos párrafos. Espero que os guste :) Y muchas gracias por todo ^^
PD: También acabo de hacer una actualización en la entrada "Ra (Smite)", así que a lo mejor queréis pasaros a echarle un vistazo ;)
La mancha negra se contraía y alargaba a placer, ahora dispersándose
ahora concentrándose en este o aquel rincón. No se trataba de una masa
excesivamente grande y, aun así, no dejaba de ser una invasión de negro en el
imperturbable blanco de la mansión, como si quisiera incrustarse en sus paredes
y apegarse a sus esquinas. Si al menos el cielo hubiera acompañado con unas
nubes grises que suavizaran su efecto, podríamos haber hablado de cierta
armonía entre el ánimo de los asistentes y el lugar al que se habían visto
abocados a asistir. Pero, por supuesto, basta que alguien desee algo para que
ello no ocurra.
Sin embargo, si vamos a hablar de deseos, quizás deberíamos
centrar la atención en una de esas hormiguitas en especial. Una que, en cambio,
no caminaba sola por los pasillos casi desiertos de la mansión, sino que se
había visto obligada a apoyarse en otra hormiga de edad parecida a la suya para
poder seguir avanzando. Lo hacían sin prisa, dejando que sus esqueletos
mecánicos dirigieran sus pasos por los caminos que tan bien conocían. No se
miraban, pero no hacía falta. Sobraban las palabras. Hablaban sus manos
entrelazadas.
Pronto, hubo más personas que empezaron a pasar a su lado.
Algunos incluso las reconocieron y, con delicadeza, pronunciaron sus nombres;
pero Samanta se limitó a inclinar la cabeza y evitar la inquietante visión de
una flor blanca de centro rosa en sus manos. Así pues, siempre en silencio, los
puntos blanquinegros de los uniformes las fueron rodeando poco a poco hasta que
se perdieron en ellos como las gotas se pierden en un charco. Y, aun ante tan
alto recogimiento, sólo sintieron un vago alivio, pues sus cuerpos habían
dejado de sentir para convertirse en un recipiente lleno de eco. Quizás por
eso, cuando su piel recibió el saludo del sol que inundaba el jardín esa
mañana, apenas se erizó su piel al acariciar la brisa sus brazos. Hasta ellas
no consiguió llegar, por tanto, el calor, viniera del cielo o de la compasión
humana.
Sea como fuere, la música comenzó y Helen apretó con más
fuerza la mano de Samanta, un gesto que su amiga y sempiterna compañera intentó
corresponder lo mejor que pudo. Tiernamente juntas, llegaron a la parte del
jardín de los Johns que nadie quería visitar nunca. Aquella que, aun dotada de
una belleza igualable a la del resto de los jardines, disuadía a todos los que
la conocían a pisar sus caminos. Especialmente amenazadora era la estructura de
mármol blanco que se levantaba en su centro: el mausoleo familiar. Allí
descansaban los Johns, padre, madre e hija a punto de rencontrarse bajo el
techo de la muerte pero nunca del olvido.
Samanta levantó la cabeza por primera vez en aquel amargo
día para ver tal monumento, si bien volvió a bajarla casi al instante. “¿Por
qué?”, se preguntó por enésima vez. Sus ojos hicieron amago de llorar, pero
contuvo el impulso y se aferró en su lugar a las palabras del cura, cuyo
discurso acababa de comenzar. Habló éste con tono desapasionado de Dios y de su
piedad, de la vida de buenaventura que esperaba tras la nada de la muerte.
Habló de un paraíso en el que no parecía creer y, sobre todo, de un perdón que
sus ojos fueron incapaces de dar.
Los hipidos y las lágrimas no se hicieron esperar entre el
monstruo de luto que contemplaba con mismo terror y tristeza el féretro oscuro,
protagonista indiscutible de todas sus miradas y su pena. También se escuchó
algún que otro bufido de hastío, más o menos audible, que nada tenían que ver
con el inesperado calor, sino más bien con las sonrisas y la satisfacción de
quienes en esa caja de madera tan frágil e insignificante sólo podían ver una
única palabra: “victoria”.
Todas aquellas emociones subieron y aumentaron,
evaporándose, condensándose, incapaces de huir de aquella masa negruzca en
mitad del paraíso de las rosas. Sin embargo, cuando el cura calló al fin, por
un segundo, murió todo sonido, toda vida. Ningún pájaro cantó, ninguna silla se
atrevió a chirriar…
NADA.
Y entonces, Samanta suspiró y la escena resucitó.
Muchos de los invitados que habían tenido el privilegio de
ocupar las sillas dispuestas para el acto, se levantaron y, sin volver la vista
atrás en ningún momento, se fueron de allí con paso rápido. La mayoría
disimulaban pobremente su alegría.
Los había, en cambio, quienes se acercaban hasta el féretro
para decir un último adiós en forma de una flor o de beso al aire o de
plegaria… diversas maneras de expresar un mismo nombre que quemaba en sus
corazones: Sheila Johns. Sus pasos,
camuflados entre toses y sollozos, temblores y arrepentimiento, se dirigían en
ocasiones hasta Samanta y Helen, las cuales permanecían de pie en medio de un
tumulto a punto de romperse en dos para recibir el pésame de sus compañeros tal
y como lo harían con un “buenos días”, con gentileza y discreción. Los ingenuos
creyeron ver en su contención una fortaleza admirable, en cambio, los que las
conocían mejor se mostraron preocupados, poco acostumbrados a ver calladas a
las dos mujeres más parlanchinas de toda la mansión. Los más sinceros pensaron:
“Pobres mujeres. No tiene que ser fácil para ellas ver cómo muere alguien tan
joven como Johns.” No hubo entre ellos ninguno lo suficientemente valiente, o
loco, como para materializar una afirmación así. No era el momento de indagar
en sentimientos ajenos.
Minutos después, cuando la madera casi se encontraba
sepultada por las flores que Sheila se empeñaba en llamar “gotas de rosa”,
cuatro hombres se acercaron hasta ella y la acompañaron hasta el lugar de su
descanso eterno. Cerradas tras de sí las puertas, la masa acabó por disolverse,
alejándose sus cuerpos pero no su conciencia. Al fin y al cabo, aunque sus
puestos en la mansión se hubiesen vuelto precarios después de tales
acontecimientos y con el nombre de Sword corriendo por los pasillos, Sheila
Johns seguiría siendo un espíritu amado en sus recuerdos.
De hecho, sólo el amor podía explicar cómo existían aún
pequeñas manchas reticentes a marcharse, ancladas como estaban en sus asientos
o en el suelo, inmersas en sus reflexiones, frustradas ante el eterno porqué.
Entre ellos, había una pareja que… un momento… no eran tan mayores, pero lo
parecían. El chico rodeaba con su brazo los hombros de la que, sin ninguna
duda, era su novia como si temiera que se desvaneciera en cualquier momento.
Ella, sin embargo, tenía su mirada perdida en un punto más allá del infinito
mientras dejaba caer unas lágrimas que jamás llegarían a recoger todo su dolor.
Fue, sin embargo, lo único que explotó la burbuja hermética que hasta ese
momento había tenido recluida a Samanta. El liviano atisbo de compasión por su
otra niña arraigó en ella más producto de su instinto que de su propia
voluntad.
- Lucía… – La llamó.
La aludida buscó el rostro que ocultaba esa voz y, cuando,
al fin dio con la buena de Samanta, su expresión cambió de golpe. Su frente se
arrugó, su mirada se estrechó y, antes que nadie pudiera comprender lo que
hacía, se levantó de su silla, pasó junto a la criada y asaltó a un joven que,
contracorriente, acababa de llegar al lugar. Cogidos completamente por
sorpresa, nadie pudo evitar que Lucía le asestara un furioso puñetazo en el
pómulo derecho.
- ¿Cómo te atreves, hijo de puta? ¿Cómo te atreves a venir
aquí? – Volvió a levantar su mano, pero algo la retuvo en el aire. - ¡Suéltame!
¡Suéltame! ¡Te mataré, Alan! ¡Todo esto es culpa tuya! ¿Me oyes? ¡TUYA!
Pero Diego no la soltó; al contrario, la apretó con más
fuerza hacia sí encerrándola en un abrazo del cual no pudiera escapar.
“¡Suéltame!”, siguió gritando Lucía una y otra vez hasta que, como si alguien
hubiera apretado un botón, todas sus fuerzas se agotaron, haciendo que sus
piernas se doblaran y cayera de rodillas. Sólo Diego pudo evitar que se hiciera
daño en la caído y, agachándose a su lado, siguió sujetándola mientras su novia
agonizaba en lágrimas, luchando por respirar en medio de la ansiedad.
El intruso quiso aprovechar la confusión para marcharse sin
ser visto, pero Diego notó el movimiento.
- No sé cómo has tenido los cojones para venir aquí, Alan, pero
más te vale no volver a cruzarte conmigo o con Lucía porque seré yo el que te
pegue una paliza. ¿Me has oído?
Alan miró a su amigo a los ojos o, al menos, a uno que lo
fue. Con todo, lo único que halló en ellos fue rencor y odio, como si quisieran
aplastarlo bajo el peso de la culpa. Algo se removió en sus entrañas, arañándolas,
agrandando el agujero sin fondo que se había creado en su interior, un agujero
negro que todo lo absorbía y todo lo destruía.
Moviéndose cual resorte, se alejó de ellos, de todos. No
había sido una buena idea. De hecho, ¿en qué momento había decidido que era una
buena idea? No era bienvenido. Nunca lo sería.
Y lo peor de todo es que se lo merecía.
- Alan, espera.
El muchacho se detuvo y se giró con cautela, casi esperando
otro puñetazo.
- Samanta, eh… hola – balbuceó. Sus pies aún en dirección a la salida. – Sí,
bueno, me enteré ayer y…
- La verdad es que no puedo decir que me alegre de verte,
Alan, – confesó Samanta, la cual miró de reojo a una Lucía derrotada e
inconsolable. Su seriedad contrastaba con sus ojos enrojecidos y al borde del
llanto. – pero creo que es lo menos que podías hacer por ella.
- Sí, yo… esto… siento mucho todo lo que…
- No esperaba menos – le cortó con inusual dureza la
criada. Desvió sus ojos y cogió aire, pero este pareció atascarse en sus
pulmones. – Tal vez Sheila no… – Cerró un momento los ojos y trató de
reconstruir su ya desmoronada coraza. No tuvo éxito, por lo que tuvo que contentarse con
un fino hilo de voz entrecortado por el nudo de su garganta. – Creo que no
sabes hasta qué punto esa criaturita te… apreciaba, pero… desde luego, tuviste
que significar bastante para ella si… si te dejó una carta antes de…
Sin poder evitarlo, Alan apoyó su mano en el hombro de
Samanta, quien, afortunadamente, no se retiró de inmediato.
- No voy a juzgarte, Alan. – El joven nunca olvidaría su
mirada perdida. Tanta desolación. Tanto vacío. – Eso es algo que no
me incumbe, pero… yo que tú, iría por el sendero de piedra que hay al final del
jardín. Ese tan desastroso. Deberías llegar a un jardincito abandonado que hay
al final, metido ya en el bosque. Sheila pasa mucho tiempo allí. Quiero decir
que… pasaba.
Sus ojos acabaron de apagarse. Horrorizado por su mudo
lamento, Alan la acompañó de vuelta junto a Helen, de quien se despidió con un quedo
asentimiento de cabeza para encaminarse al lugar que había descrito la mujer. Le
alivió pensar en la idea de poner tanta distancia como pudiese con Lucía, Diego y…
el resto. Y, sin embargo, se movía inseguro, casi zigzagueante, pues ni en el
más extraño de sus sueños se habría imaginado que Sheila le pudiera haber escrito
una carta. A él. Debía de seguir en alguno de aquellos sueños. O en una
pesadilla. Sí, mejor en una pesadilla. Al menos entonces sabría que esa asquerosa sensación de suciedad que se le pegaba a la piel desaparecería con el alba y un buen café. Quería
dejar de ser el monstruo que es incapaz de caminar sin dejar destrucción y
desamparo a su paso. Muerte.
Lucía y Diego tenían razón, él era el culpable.
“Vete de aquí. Sea lo que sea lo que Sheila quisiera
decirte, seguro que no es nada bueno. Mejor dar la vuelta ahora y volver al
anonimato. Desaparecer. Huye. Así jamás podrán encontrarte. Vete tan lejos que no pueda llegar hasta ti la culpa. Sé el cobarde que has sido durante estos cinco años”.
La idea era tan atractiva, sería tan fácil volver a su
vida de fugitivo. Le gustaba esa vida. No ser nadie en particular. Sólo uno
más, sólo una persona normal con preocupaciones normales.
No obstante, quiso el destino que, sumido en tan deseables planes
de huida, el joven se diera de bruces con la verja que delimitaba el jardín. Se
quedó quieto, o más justo sería decir que no podía moverse, ni recordar qué estaba haciendo, ni
adónde se dirigía antes de encontrarse ante el caminito que le llevaría hacia el último recuerdo de Sheila. No
lo pensó, no pudo. Traspasó la puertecilla de hierro y se dejó llevar por la ruta
marcada por las desperdigadas losas de piedra.
Como ya había anunciado Samanta, apenas si se podía llamar
camino. Las piedras estaban resbaladizas y semienterradas por el barro. El aire
del bosque era húmedo, incluso algo agobiante. A su paso, los mosquitos se
relamían y lo animalillos salían corriendo despavoridos. Y a pesar de todo, a
Alan le costó muy poco esfuerzo imaginarse a Sheila recorriendo esa misma ruta
una y otra vez, seguramente con una agilidad que Alan nunca alcanzaría. Y
sonreiría. Sí, sonreiría de esa manera suya tan contagiosa. Esa que tanto le
gustaba. Sin poder evitarlo, el Alan del mundo real sonrió en armonía con la Sheila
de su ensoñación, embaucado por una alegría que, a pesar de ser ficticia, le
hizo olvidarse de sus pensamientos más oscuros.
Por desgracia, su ilusión se difuminó como una voluta de
humo cuando vio ante sí su destino.
- Tu refugio.
Cómo no reconocerlo. Aquel lugar, abandonado y olvidado por
todos, tenía que ser suyo. Ella sería la única capaz de ver más allá del barro
para encontrar las flores o más allá de los árboles para contemplar el cielo.
Sólo ella, bella como ninguna, podría ver la belleza de un lugar así.
No obstante, toda idea clara se desvaneció al ver la caja
sobre el banco. Destacaba horriblemente en el paisaje, demasiado delicada y
perfecta para el caos que la rodeaba. Con una sospecha rondando su mente, Alan
se acercó a ella y la abrió. En su interior, en efecto, descansaba un sobre que
rezaba en su remitente: “Para Alan”. Con mucho más miedo del que nunca sintió,
Alan lo abrió con dedos temblorosos y sacó y desdobló las páginas que contenía.
A continuación, inspiró hondo y empezó a leer.
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