domingo, 12 de abril de 2015

Capítulo 71 (Parte 1)

Hola, hola :) 

No puedo creer que haya llegado este momento...

Hoy, amigos míos, os presento la primera parte del fin. En principio, no iba a dividirlo sino a extraer una parte en especial que, en cambio, descubriréis en la segunda parte del capítulo 71 porque aun sacándola era demasiado largo para dejarlo entero. En cualquier caso, estamos llegando al final. Esto se acaba. Para ser más específicos, el sábado que viene (18 de abril) subiré el último, ultimísimo, capítulo de la historia de Sheila, que, os recuerdo, sigue sin título :P, aunque estoy trabajando en ello ;)

Pero bueno, yo no he venido a enrollarme como las persianas sino a dejar que disfrutéis de estos últimos párrafos. Espero que os guste :) Y muchas gracias por todo ^^

PD: También acabo de hacer una actualización en la entrada "Ra (Smite)", así que a lo mejor queréis pasaros a echarle un vistazo ;)



La mancha negra se contraía y alargaba a placer, ahora dispersándose ahora concentrándose en este o aquel rincón. No se trataba de una masa excesivamente grande y, aun así, no dejaba de ser una invasión de negro en el imperturbable blanco de la mansión, como si quisiera incrustarse en sus paredes y apegarse a sus esquinas. Si al menos el cielo hubiera acompañado con unas nubes grises que suavizaran su efecto, podríamos haber hablado de cierta armonía entre el ánimo de los asistentes y el lugar al que se habían visto abocados a asistir. Pero, por supuesto, basta que alguien desee algo para que ello no ocurra.
Sin embargo, si vamos a hablar de deseos, quizás deberíamos centrar la atención en una de esas hormiguitas en especial. Una que, en cambio, no caminaba sola por los pasillos casi desiertos de la mansión, sino que se había visto obligada a apoyarse en otra hormiga de edad parecida a la suya para poder seguir avanzando. Lo hacían sin prisa, dejando que sus esqueletos mecánicos dirigieran sus pasos por los caminos que tan bien conocían. No se miraban, pero no hacía falta. Sobraban las palabras. Hablaban sus manos entrelazadas.
Pronto, hubo más personas que empezaron a pasar a su lado. Algunos incluso las reconocieron y, con delicadeza, pronunciaron sus nombres; pero Samanta se limitó a inclinar la cabeza y evitar la inquietante visión de una flor blanca de centro rosa en sus manos. Así pues, siempre en silencio, los puntos blanquinegros de los uniformes las fueron rodeando poco a poco hasta que se perdieron en ellos como las gotas se pierden en un charco. Y, aun ante tan alto recogimiento, sólo sintieron un vago alivio, pues sus cuerpos habían dejado de sentir para convertirse en un recipiente lleno de eco. Quizás por eso, cuando su piel recibió el saludo del sol que inundaba el jardín esa mañana, apenas se erizó su piel al acariciar la brisa sus brazos. Hasta ellas no consiguió llegar, por tanto, el calor, viniera del cielo o de la compasión humana.
Sea como fuere, la música comenzó y Helen apretó con más fuerza la mano de Samanta, un gesto que su amiga y sempiterna compañera intentó corresponder lo mejor que pudo. Tiernamente juntas, llegaron a la parte del jardín de los Johns que nadie quería visitar nunca. Aquella que, aun dotada de una belleza igualable a la del resto de los jardines, disuadía a todos los que la conocían a pisar sus caminos. Especialmente amenazadora era la estructura de mármol blanco que se levantaba en su centro: el mausoleo familiar. Allí descansaban los Johns, padre, madre e hija a punto de rencontrarse bajo el techo de la muerte pero nunca del olvido.
Samanta levantó la cabeza por primera vez en aquel amargo día para ver tal monumento, si bien volvió a bajarla casi al instante. “¿Por qué?”, se preguntó por enésima vez. Sus ojos hicieron amago de llorar, pero contuvo el impulso y se aferró en su lugar a las palabras del cura, cuyo discurso acababa de comenzar. Habló éste con tono desapasionado de Dios y de su piedad, de la vida de buenaventura que esperaba tras la nada de la muerte. Habló de un paraíso en el que no parecía creer y, sobre todo, de un perdón que sus ojos fueron incapaces de dar.
Los hipidos y las lágrimas no se hicieron esperar entre el monstruo de luto que contemplaba con mismo terror y tristeza el féretro oscuro, protagonista indiscutible de todas sus miradas y su pena. También se escuchó algún que otro bufido de hastío, más o menos audible, que nada tenían que ver con el inesperado calor, sino más bien con las sonrisas y la satisfacción de quienes en esa caja de madera tan frágil e insignificante sólo podían ver una única palabra: “victoria”.
Todas aquellas emociones subieron y aumentaron, evaporándose, condensándose, incapaces de huir de aquella masa negruzca en mitad del paraíso de las rosas. Sin embargo, cuando el cura calló al fin, por un segundo, murió todo sonido, toda vida. Ningún pájaro cantó, ninguna silla se atrevió a chirriar…
NADA.
Y entonces, Samanta suspiró y la escena resucitó.
Muchos de los invitados que habían tenido el privilegio de ocupar las sillas dispuestas para el acto, se levantaron y, sin volver la vista atrás en ningún momento, se fueron de allí con paso rápido. La mayoría disimulaban pobremente su alegría.
Los había, en cambio, quienes se acercaban hasta el féretro para decir un último adiós en forma de una flor o de beso al aire o de plegaria… diversas maneras de expresar un mismo nombre que quemaba en sus corazones: Sheila Johns.  Sus pasos, camuflados entre toses y sollozos, temblores y arrepentimiento, se dirigían en ocasiones hasta Samanta y Helen, las cuales permanecían de pie en medio de un tumulto a punto de romperse en dos para recibir el pésame de sus compañeros tal y como lo harían con un “buenos días”, con gentileza y discreción. Los ingenuos creyeron ver en su contención una fortaleza admirable, en cambio, los que las conocían mejor se mostraron preocupados, poco acostumbrados a ver calladas a las dos mujeres más parlanchinas de toda la mansión. Los más sinceros pensaron: “Pobres mujeres. No tiene que ser fácil para ellas ver cómo muere alguien tan joven como Johns.” No hubo entre ellos ninguno lo suficientemente valiente, o loco, como para materializar una afirmación así. No era el momento de indagar en sentimientos ajenos.
Minutos después, cuando la madera casi se encontraba sepultada por las flores que Sheila se empeñaba en llamar “gotas de rosa”, cuatro hombres se acercaron hasta ella y la acompañaron hasta el lugar de su descanso eterno. Cerradas tras de sí las puertas, la masa acabó por disolverse, alejándose sus cuerpos pero no su conciencia. Al fin y al cabo, aunque sus puestos en la mansión se hubiesen vuelto precarios después de tales acontecimientos y con el nombre de Sword corriendo por los pasillos, Sheila Johns seguiría siendo un espíritu amado en sus recuerdos.
De hecho, sólo el amor podía explicar cómo existían aún pequeñas manchas reticentes a marcharse, ancladas como estaban en sus asientos o en el suelo, inmersas en sus reflexiones, frustradas ante el eterno porqué. Entre ellos, había una pareja que… un momento… no eran tan mayores, pero lo parecían. El chico rodeaba con su brazo los hombros de la que, sin ninguna duda, era su novia como si temiera que se desvaneciera en cualquier momento. Ella, sin embargo, tenía su mirada perdida en un punto más allá del infinito mientras dejaba caer unas lágrimas que jamás llegarían a recoger todo su dolor. Fue, sin embargo, lo único que explotó la burbuja hermética que hasta ese momento había tenido recluida a Samanta. El liviano atisbo de compasión por su otra niña arraigó en ella más producto de su instinto que de su propia voluntad.
- Lucía… – La llamó.
La aludida buscó el rostro que ocultaba esa voz y, cuando, al fin dio con la buena de Samanta, su expresión cambió de golpe. Su frente se arrugó, su mirada se estrechó y, antes que nadie pudiera comprender lo que hacía, se levantó de su silla, pasó junto a la criada y asaltó a un joven que, contracorriente, acababa de llegar al lugar. Cogidos completamente por sorpresa, nadie pudo evitar que Lucía le asestara un furioso puñetazo en el pómulo derecho.
- ¿Cómo te atreves, hijo de puta? ¿Cómo te atreves a venir aquí? – Volvió a levantar su mano, pero algo la retuvo en el aire. - ¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Te mataré, Alan! ¡Todo esto es culpa tuya! ¿Me oyes? ¡TUYA!
Pero Diego no la soltó; al contrario, la apretó con más fuerza hacia sí encerrándola en un abrazo del cual no pudiera escapar. “¡Suéltame!”, siguió gritando Lucía una y otra vez hasta que, como si alguien hubiera apretado un botón, todas sus fuerzas se agotaron, haciendo que sus piernas se doblaran y cayera de rodillas. Sólo Diego pudo evitar que se hiciera daño en la caído y, agachándose a su lado, siguió sujetándola mientras su novia agonizaba en lágrimas, luchando por respirar en medio de la ansiedad.
El intruso quiso aprovechar la confusión para marcharse sin ser visto, pero Diego notó el movimiento.
- No sé cómo has tenido los cojones para venir aquí, Alan, pero más te vale no volver a cruzarte conmigo o con Lucía porque seré yo el que te pegue una paliza. ¿Me has oído?
Alan miró a su amigo a los ojos o, al menos, a uno que lo fue. Con todo, lo único que halló en ellos fue rencor y odio, como si quisieran aplastarlo bajo el peso de la culpa. Algo se removió en sus entrañas, arañándolas, agrandando el agujero sin fondo que se había creado en su interior, un agujero negro que todo lo absorbía y todo lo destruía.
Moviéndose cual resorte, se alejó de ellos, de todos. No había sido una buena idea. De hecho, ¿en qué momento había decidido que era una buena idea? No era bienvenido. Nunca lo sería.
Y lo peor de todo es que se lo merecía.
- Alan, espera.
El muchacho se detuvo y se giró con cautela, casi esperando otro puñetazo.
- Samanta, eh… hola – balbuceó. Sus pies aún en dirección a la salida. – Sí, bueno, me enteré ayer y…
- La verdad es que no puedo decir que me alegre de verte, Alan, – confesó Samanta, la cual miró de reojo a una Lucía derrotada e inconsolable. Su seriedad contrastaba con sus ojos enrojecidos y al borde del llanto. – pero creo que es lo menos que podías hacer por ella.
- Sí, yo… esto… siento mucho todo lo que…
- No esperaba menos – le cortó con inusual dureza la criada. Desvió sus ojos y cogió aire, pero este pareció atascarse en sus pulmones. – Tal vez Sheila no… – Cerró un momento los ojos y trató de reconstruir su ya desmoronada coraza. No tuvo éxito, por lo que tuvo que contentarse con un fino hilo de voz entrecortado por el nudo de su garganta. – Creo que no sabes hasta qué punto esa criaturita te… apreciaba, pero… desde luego, tuviste que significar bastante para ella si… si te dejó una carta antes de…
Sin poder evitarlo, Alan apoyó su mano en el hombro de Samanta, quien, afortunadamente, no se retiró de inmediato.
- No voy a juzgarte, Alan. – El joven nunca olvidaría su mirada perdida. Tanta desolación. Tanto vacío. – Eso es algo que no me incumbe, pero… yo que tú, iría por el sendero de piedra que hay al final del jardín. Ese tan desastroso. Deberías llegar a un jardincito abandonado que hay al final, metido ya en el bosque. Sheila pasa mucho tiempo allí. Quiero decir que… pasaba.
Sus ojos acabaron de apagarse. Horrorizado por su mudo lamento, Alan la acompañó de vuelta junto a Helen, de quien se despidió con un quedo asentimiento de cabeza para encaminarse al lugar que había descrito la mujer. Le alivió pensar en la idea de poner tanta distancia como pudiese con Lucía, Diego y… el resto. Y, sin embargo, se movía inseguro, casi zigzagueante, pues ni en el más extraño de sus sueños se habría imaginado que Sheila le pudiera haber escrito una carta. A él. Debía de seguir en alguno de aquellos sueños. O en una pesadilla. Sí, mejor en una pesadilla. Al menos entonces sabría que esa asquerosa sensación de suciedad que se le pegaba a la piel desaparecería con el alba y un buen café. Quería dejar de ser el monstruo que es incapaz de caminar sin dejar destrucción y desamparo a su paso. Muerte.
Lucía y Diego tenían razón, él era el culpable.
“Vete de aquí. Sea lo que sea lo que Sheila quisiera decirte, seguro que no es nada bueno. Mejor dar la vuelta ahora y volver al anonimato. Desaparecer. Huye. Así jamás podrán encontrarte. Vete tan lejos que no pueda llegar hasta ti la culpa. Sé el cobarde que has sido durante estos cinco años”.
La idea era tan atractiva, sería tan fácil volver a su vida de fugitivo. Le gustaba esa vida. No ser nadie en particular. Sólo uno más, sólo una persona normal con preocupaciones normales.
No obstante, quiso el destino que, sumido en tan deseables planes de huida, el joven se diera de bruces con la verja que delimitaba el jardín. Se quedó quieto, o más justo sería decir que no podía moverse, ni recordar qué estaba haciendo, ni adónde se dirigía antes de encontrarse ante el caminito que le llevaría hacia el último recuerdo de Sheila. No lo pensó, no pudo. Traspasó la puertecilla de hierro y se dejó llevar por la ruta marcada por las desperdigadas losas de piedra.
Como ya había anunciado Samanta, apenas si se podía llamar camino. Las piedras estaban resbaladizas y semienterradas por el barro. El aire del bosque era húmedo, incluso algo agobiante. A su paso, los mosquitos se relamían y lo animalillos salían corriendo despavoridos. Y a pesar de todo, a Alan le costó muy poco esfuerzo imaginarse a Sheila recorriendo esa misma ruta una y otra vez, seguramente con una agilidad que Alan nunca alcanzaría. Y sonreiría. Sí, sonreiría de esa manera suya tan contagiosa. Esa que tanto le gustaba. Sin poder evitarlo, el Alan del mundo real sonrió en armonía con la Sheila de su ensoñación, embaucado por una alegría que, a pesar de ser ficticia, le hizo olvidarse de sus pensamientos más oscuros.
Por desgracia, su ilusión se difuminó como una voluta de humo cuando vio ante sí su destino.
- Tu refugio.
Cómo no reconocerlo. Aquel lugar, abandonado y olvidado por todos, tenía que ser suyo. Ella sería la única capaz de ver más allá del barro para encontrar las flores o más allá de los árboles para contemplar el cielo. Sólo ella, bella como ninguna, podría ver la belleza de un lugar así.

No obstante, toda idea clara se desvaneció al ver la caja sobre el banco. Destacaba horriblemente en el paisaje, demasiado delicada y perfecta para el caos que la rodeaba. Con una sospecha rondando su mente, Alan se acercó a ella y la abrió. En su interior, en efecto, descansaba un sobre que rezaba en su remitente: “Para Alan”. Con mucho más miedo del que nunca sintió, Alan lo abrió con dedos temblorosos y sacó y desdobló las páginas que contenía. A continuación, inspiró hondo y empezó a leer.

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