miércoles, 9 de abril de 2014

Capítulo 69

Hola hola :) Por fin, por fin, puedo decir que he terminado el capítulo 69 :D Yeah ^^ Se ha hecho de rogar un poco porque he tenido que hacer varios retoques de última hora. A veces me planteo si no seré demasiado perfeccionista, pero lo que de verdad importa es si os gusta a vosotros porque sois los que podéis ayudarme a mejorar ^^ Espero que con este capítulo se despejen un poco las dudas que teníais, pero si no, dejadme un comentario y yo os contesto ;) Eso sí, no esperéis que os desvele el final jajajaja No quiero estropearlo :P mejor que sea sorpresa ;)

Hasta pronto!! :)





Acarició la tela del vestido antes de pasarlo por sus brazos. La seda de color marfil se deslizó por su piel suavemente, amoldándose a sus curvas con naturalidad y sencillez. Lo sintió liviano y ágil comparado con la presión de su pecho, brillante y  llamativo en contraste con su humor gris. Sin duda, no era una de sus mejores elecciones, pero apenas tenía ya tiempo de rectificar su error, así que continuó con su ritual sin hacer el más mínimo gesto delator del pesimismo que la embargaba. Se puso los tacones a juego, eligió los pendientes que más encajaban en el conjunto y se permitió, incluso, retocarse el maquillaje antes de salir de la habitación. A su paso fue dejando espejos y demás brillos sin prestarles si quiera un segundo de su atención, dejando en manos de los afortunados que encontró en su camino el capricho de contemplarla. Miradas curiosas, lascivas, llenas de furia, envidia, codicia… Lo ignoró todo, tal y como había aprendido a lo largo de todos aquellos años, y caminó con paso firme. Su equilibrio, perfecto a pesar de la altura de los zapatos.

               Sólo había una cosa que habría hecho, de aquella escena, la más deslumbrante: una sonrisa en aquellos labios de rosa; sin embargo, ni entonces ni en ninguna otra ocasión que ellos pudieran recordar, la muchacha les hizo tal regalo.

               - Señorita, el coche le espera en la puerta.

               La joven ni siquiera se dignó a mirarle y pasó de largo para dirigirse al acceso posterior de la casa, donde comenzaba el ridículo trozo de césped que consideraban su jardín. La piel que dejaba entrever su vestido reflejaba la luz de las ventanas, rodeando su figura de un débil resplandor dorado. Su perfume, arremolinado en la fresca brisa de primavera, hacía del penoso jardín un auténtico paraíso de lavanda. Una mano salió a buscar la suya en un vano intento de ayudarla a subir al monovolumen de cristales tintados, pero ella le rechazó ese privilegio y se acomodó en la parte trasera del vehículo, cerrando tras de sí la puerta justo en el momento en el que el conductor giraba la llave en el contacto. Se arregló el vestido, alisando las arrugas de la tela con demasiada poca delicadeza.

               - Permítame decirle que está hoy espectacular, señorita Sword.

               - De eso se trata, inspector.

               El hombre rio, haciendo vibrar su bigote. A diferencia de la muchacha, vestía de forma completamente caótica. La corbata descolocada, la camisa por fuera de los pantalones, zapatos maltratados, pelo desenmarañado… Todo ello le daba un aspecto desaliñado que, junto a sus ojeras y una barba propia de quien prefiere evitar el espejo cada mañana, sólo podían concluir en un claro caso de adicción malsana al trabajo. Karen temió por enésima vez en aquellos meses que el cincuentero se desvaneciera en cualquier momento o, peor aún, perdiera la poca cordura que le quedaba. Observando al inspector aquella noche pudo comprobar, en cambio, que se encontraba más centrado que nunca, lo cual podía tener alguna relación con la mancha delatora de café de su camisa. No en vano, por otra parte, estaban en medio de una de las operaciones más delicadas a las que se habían enfrentado jamás. 

               - ¿Sabe algo de Sheila Johns?

               - Esperaba que usted pudiera ayudarme con eso – respondió Karen, mordaz, intentando mantener su tono lo más neutral posible.

               - El GPS del coche la localiza en un bloque de apartamentos a las afueras de Delois, pero mis hombres mantienen las distancias de momento. No queremos levantar sospechas. – aseguró con profesionalidad el inspector. –Si alguien se acerca a algunos de esos pisos lo sabremos.

Karen asintió, desviando la mirada hacia la ventana. No habían abandonado aún las calles de la urbanización, pero ya empezaba a sentir cómo se tensaba el nudo de su estómago, pues, tras aquellas barreras, todo se volvía más peligroso.

               - Aún no me ha llamado. Debería haberlo hecho ya – aseguró sin necesidad de comprobar su teléfono móvil, al cual llevaba aferrada durante todo el día.

               - Estará esperando a estar convencida de que es seguro.

               - Eso es lo que me preocupa, inspector. – Mantuvo fijos sus ojos en el cristal, viendo pasar las farolas y semáforos con sus luces distorsionadas. Casi podía ver el rostro de su amiga, traslúcido, volátil en la inmensidad de la noche. De haber sido una persona normal, se hubiera echado a temblar. - ¿Por qué no está segura?

               - Todo saldrá bien, Karen.

               La respiración de la joven se cortó a media exhalación. El aire se cargó de electricidad, el tiempo se detuvo, reduciendo el mundo a la burda representación de una ventanilla tintada de negro. La línea de su mandíbula se endureció, sus hombros se elevaron durante una milésima de segundo, tensándose cual cuerda de arco. Ya no miraba la ventana, ya no. Le miraba a él, le quemaba con sus ojos de diamantes, perforaba su alma, lo aplastaba, lo extinguía a la nada.

– No haga promesas que no puede cumplir, inspector. Jamás.

Su tono fue tan cortante, definitivo y sin posibilidad de réplica… Una flecha.

La reacción del hombre, fue, pese a todo, impresionante. A excepción de un efímero gesto de su bigote, aguantó el golpe con una entereza envidiable. No muchos podrían vanagloriarse de lo mismo, pues detrás de la belleza y la delicadez propias de la juventud, se encontraba el espíritu de una persona despiadadamente fría, capaz de mentir y liderar a los mentirosos, fuerte y eficaz en su ataque, rápida, imparable. Un monstruo, aseguraban la mayoría.

Quizás, en cambio, los días y los meses habían hecho mella en la visión que tenía de ella el inspector. A sus cuarenta y ocho años y treinta de carrera, aún se asombraba de recordar a la perfección el día que conoció a la mujer que ahora parecía desear verle reducido a cenizas.

               Apenas si había comenzado el otoño, pero la lluvia caía sin cesar sobre Delois. Una insoldable adicción al trabajo mantenía anclado en su posición a Adolfo Espósito. Su espalda se había ido encorvando con los lentos minutos, desfigurando su figura bajo un paraguas que, en lugar de mantener el agua a raya, la filtraba gota a gota. Era, pues, trabajo la única explicación a tal determinación por sufrir una pulmonía en un oscuro callejón del centro, un lugar apartado y discreto. Perfecto para una escapada.

               Adolfo sonrió ante la emoción que le embargaba. Llevaba meses tras aquella pista y, por fin, estaba a punto de resolver uno de los mayores misterios que acosaban la comisaría: el informante de los Sword. El mismo informante que, de forma irregular aunque constante, les había permitido arrestar a algunos de los criminales más peligrosos de la ciudad. El único e inigualable informante que les había proporcionado listas de nombres y direcciones. Era él y solo él el que les estaba ayudando a poner en jaque a una de las familias más poderosas y cruelmente organizadas de todos los tiempos.

               Aunque las sospechas de Adolfo se vieron confirmadas en aquel oscuro callejón que daba a la parte posterior de un restaurante finolis, de esos en los que él nunca habría ido a cenar, el… ¿Daniel’s? ¿Riego’s? Va, qué más le daba a él; lo único que importaba era la persona que, en ese mismo instante, forcejeaba con la puerta para poder salir al exterior. Directa a él.

               Porque no era un simple informante. Era ella.

               Al principio, fue sólo una sombra recortada en la intensa luz de las cocinas, pero pronto reveló el rostro más buscado de la policía.

               - Buenas noches, señorita Sword.

               La joven se quedó quieta, totalmente paralizada (por el miedo, pensó el inspector). Pero Karen Sword no tenía miedo. Jamás había sentido nada parecido. Con un movimiento tan rápido que apenas fue capaz de seguirse con los ojos, ni mucho menos sentirse de ninguna forma, se colocó frente al hombre y le golpeó con un paraguas que segundos ante son había estado ahí. Adolfo se encogió de dolor y de sorpresa, momento que la muchacha aprovechó para rematarle con un codazo en la mitad de la espalda. El inspector jadeó, tosió y la maldijo una y mil veces; sin embargo, Karen estaba lejos de haber acabado con él y le golpeó de nuevo con el paraguas con tanta fuerza que hizo rebotar su cráneo.

               El inspector trastabilló y perdió el equilibrio. Respirar le causaba de pronto un esfuerzo titánico, enfocar el mundo, tarea imposible. La frustración y la ira nublaron su mente y con el orgullo tan machacado como su cuerpo, tanteó en el cinturón en busca de su fiel pistola. O eso pensaba él.

               - Ni se le ocurra. – Alzó la vista y dio con una imagen surrealista y horrorosa a parte iguales. El cañón de su arma lucía ahora en sus finas manos, mirando su pecho con sed de sangre. - ¿Quién es usted?

               Adolfo boqueó cual pez fuera del agua. Notaba el sabor a sangre y el dolor de sus costillas. Lo notaba todo. Pero no lo comprendía. ¿Qué estaba pasando allí?

               - Espósito, inspector de policía – se presentó con dificultad.

- Deme un buen motivo, inspector, para no dispararle ahora mismo.

Algo tenía su voz… Algo que no pudo identificar, pero que reconocía muy bien. Era el tono de quienes se creen jueces y no los juzgados. Era la voz de una persona más que dispuesta a apretar el gatillo como si de un pequeño martillo de la muerte se tratase.

Pero, ¿cuántos años podría tener? ¿Dieciséis? ¿Dieciocho? ¡Era una auténtica locura!

- No le conviene matar a un policía, señorita.

- ¿Quién dice que no lo haya hecho antes? - ¿Era burla lo que había en su voz? Pero no era posible… Improbable, al menos…

- Entonces, señorita Sword, le diré que no le conviene matar a este policía en particular.

- ¿Por qué? – Sus dedos se enroscaron con soberbia alrededor de la empuñadura.

“Relájate, Adolfo. No vas a morir. Puedes darle la vuelta a esto. Has salido de cosas peores”, se repetía, “Tienes un as en la manga”.

- Tengo un trato que ofrecerle. Uno que no podrá rechazar.

- Lo dudo.

- ¿Entonces no es usted la que manda los mensajes anónimos a comisaría?

- No sé de qué me habla, inspector. – Su tranquilidad hizo dudar al inspector, incluso aun habiendo sido su voluntad de hierro.

- Señorita Sword, ambos sabemos que ha sido usted así que seamos francos el uno con el otro, por favor. – Temía haber sido demasiado directo, pero, para su sorpresa, Karen asintió y sonrió con suficiencia. – Este es mi trato: usted se convierte en nuestra infiltrada en la organización de su padre y nosotros a cambio le otorgamos la inmunidad. ¿Qué le parece?

- No negocio con la policía. Da muy mala imagen, ¿sabe?

- No tiene mucha elección – aseguró él como réplica.

- ¿Me está amenazando, inspector? - ¿Habría ido demasiado lejos?

Un sucio callejón no era precisamente el escenario donde había imaginado morir. Su corazón empezó a latir más y más rápido y más y más fuerte. Se obligó a respirar las que quizás fueran sus últimas bocanadas de aire, de vida. No quería morir. De eso estaba seguro. Pero no temía a la muerte. No como una de esas fobias extrañas e inteligibles a lo desconocido y otras paparruchas varias de la tele. Él, simplemente, valoraba la vida lo suficiente como para no desear abandonarla en un asqueroso callejón de tres al cuarto. Y mucho menos en mitad de la lluvia. Siempre había odiado la lluvia.

Estos y otros confusos pensamientos cruzaron por la mente del hombre mientras esperaba su último parpadeo, su último aliento, su última visión. ¡Algo!

Y entonces,  Karen cerró los ojos durante un tiempo eternamente largo. Él ni siquiera se atrevió a respirar. Se concedió, eso sí, el privilegio de reprocharse el haber perdido una pista tan importante. ¡Zoquete! Pero los pensamientos de Karen parecían haberse bifurcado, pues, después de un último escrutinio, bajó la pistola, dio media vuelta, abrió su paraguas para refugiarse de la tormenta y comenzó a caminar con desenvoltura hacia la salida del callejón.

- Tenemos trato – concluyó sin devolverle la mirada.

Y se fue.

Siempre era así como la veía, alejándose de él. Siempre por delante. Siempre por encima. Como en aquel preciso instante en el que Karen había posado ya sus pies en el asfalto sin esperar despedidas ni palabras de apoyo. Al fin y al cabo, Adolfo no era su amigo, sino un socio por obligación y, sí, no iba a negarlo, de gran ayuda; pero, no quería sus consejos ni sus falsas promesas.

¿O no era ella la que, durante meses, se había estado jugando el cuello por un par de papeles que Espósito y otros tantos leían cómodamente en sus despachos? Día tras día, había sido ella la que se mantenía al tanto de toda la actividad de la organización, grababa conversaciones, interceptaba mensajes y urdía una red de contactos dentro y fuera de la "pequeña empresa" de Thomas Sword . Había sido ella y no esos idiotas la que había tenido que fingir cada segundo de su vida sonrisas ante injustos, despiadados y horribles crímenes: sostener un arma, liderar interrogatorios, planificar secuestros, silenciar testigos, acallar voces inapropiadas, robar, sobornar, extorsionar… El poder, el mal.

Sin embargo, eso no era lo peor. Sin duda, lo que más odiaba Karen, de entre todas esas cosas, era tener su destino escrito hasta la última página incluso antes de haber abierto los ojos. Nacida para gobernar a los monstruos. Reina de un reino que odiaba poseer.

Por esa razón, siempre se sintió conectada a Sheila de alguna forma. Padre rico, enemigo del suyo y, por regla necesaria, de ella. ¿No es cruel pensar que debes odiar a una persona por ser hija de aquel a quien odia tu padre? Así lo veía Karen Sword y así quiso acabar con ello desde el principio. Su padre, por supuesto, confundió su curiosidad cuando le pidió la tarea de seguir de cerca a Jhons, pero poco le importaba lo que pensara su padre si lograba conocerla. Saber cómo era. Descubrirla. Ayudarla.

Sin embargo, más allá de aquella extraña conexión, los pensamientos de Karen se concentraron esas semanas en un objetivo: ganarse su confianza para convencerla de unirse a ella en la guerra contra las organizaciones. La emoción la embargaba cada vez que pensaba en ello. Abrir dos frentes en aquella batalla podía significar una victoria total. ¿Acaso había algo mejor?

Adolfo Espósito se sorprendía en ocasiones de la actitud de la joven, ya que solo con la desesperación o la locura podía justificar tanta dedicación y empeño. Tanta frialdad y determinación en una chica de diecisiete años era inexplicable, mas no todo era hielo. En el fondo, la muchacha también anhelaba saber cómo se sentía la libertad que te da la amistad, pero el deseo solo latía latente en su interior, esperando el momento adecuado para germinar en el corazón de Karen. Demasiado débil como para aflorar a la superficie.

Sin embargo, ahora, enfundada en aquel vestido de gala, se sentía culpable por haber arrastrado a su socia, compañera y amiga a una guerra que no era la suya. Por su culpa, Sheila se encontraba atrapada en unas redes de las que intenta liberarse con desesperación, abrazando la huida como única salvación a un destino que ella jamás había querido. Era la misma desesperación que inundaba a Sword cuando se daba cuenta de lo inútil de su presencia en aquella fiesta. Debía estar al lado de Sheila, de su amiga, de la persona que la necesitaba; no a kilómetros de ese apartamento donde la tensión cortaría el aliento y la esperanza sólo se sentiría lejana. Pero al mismo tiempo, sabía que estar cerca de ella le había provocado muchos problemas, como el accidente, el maldito accidente que se había convertido en una pesadilla compartida. Si hubiera sido más cuidadosa, si al menos hubiera podido…

Sacudió la cabeza y alzó la barbilla. Sólo existía una forma de ayudarla, como una y otra vez intentaba autoconvenserse, y era siguiendo el plan. Ya podían irse preparando los asistentes a aquella fiesta porque Karen Sword seguía unos pasos muy concretos, acostumbraba a no dejar nada al azar.
Si su papel era crear una distracción para darle tiempo a Sheila, eso mismo sería lo que haría.

Sólo pensó una última cosa antes de adentrarse en la gran mansión de los Johns: “Mantente viva, Sheila.”.





2 comentarios:

  1. ¡Hola Crispi! Menudo capitulazo, el final está siendo de lo más intrigante y seguro que el último no defraudará en absoluto. El personaje de Karen estuvo en mi lista negra al principio, pero desde que volvió a salir ahora al final creo que lo empiezo a entender algo más. De todas formas espero que Sheila se "mantenga viva" y que no le pase nada malo.
    Besos ;)

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    1. Hablando del capi final... a lo mejor es el 71 :S Aún estoy trabajando en ello pero la verdad es que no pensaba que este fuera a ser tan largo... Ya veremos XD
      Karen ha cambiado mucho, o más bien yo creo que lo que pasa es que ahora se puede entender un poco mejor porque es así y hace las cosas así :P
      Creo que es lo que esperamos todos ;) Intriga, intriga!!! jajaja
      Besos y muchas gracias ana ^^

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